¡Oye, por qué no lo escribes!
Esta ha sido la frase que desde hace muchos
años han dicho mis amigos cuando les cuento las historias del inicio de mi
carrera artística. Y por fin me he animado a escribirlas haciendo con ellas un
homenaje a mi vida y a mi pueblo, Elgoibar, que siempre ha estado presente en
mis pensamientos.
Desde la serenidad que me da el paso del
tiempo he rememorado mis vivencias procurando llevar el relato al papel, no de
una manera dramática, sino con cierto sentido del humor, aunque mi vida no haya
sido fácil y haya tenido momentos muy tristes y duros, como nos ha pasado a
todos los que vivimos la dura posguerra de nuestro país. Por ello he intentado
buscar los aspectos más positivos y divertidos, que son los que de verdad me
han servido para seguir teniendo fuerzas e ilusión para alcanzar un objetivo
que me marqué de joven, y que me ha iluminado durante toda mi vida: la ilusión
por pintar y por vivir de algo tan poco rentable como la pintura.
En mi juventud elgoibartarra podría haber aprovechado todas las posibilidades
laborales que me ofrecía un pueblo tan industrial, dinámico y emprendedor como
el nuestro. Hubiera sido un buen carpintero, oficio que me encantaba, o haber
trabajado en cualquier fábrica, pero sin saber muy bien porqué, elegí otro
camino del que verdaderamente ahora no me arrepiento.
Esta historia es también la de un hombre
emprendedor de Elgoibar, no en el ámbito de la empresa o la industria, sino en
el mundo del arte, intentando aportar otra cosa a la sociedad, quizás llevar al
lienzo una imagen de aquellos años que vivimos, materializando con colores la
imagen de nuestro punto de partida.
Todo lo que hemos creado como sociedad se ha
conseguido con muchísimo trabajo y esfuerzo, y con mi labor como pintor he
intentado solo ser un cronista de lo que ha pasado durante todos estos años.
Espero que a pesar de mis escasas dotes literarias os interesen mis historias,
que, desde este momento, ya son también vuestras si las queréis compartir
conmigo.
El barrio de Santa Clara
Nací en Elgoibar, una villa típicamente vasca,
con su puente, su iglesia, sus talleres, y un precioso grupo de casas al otro
lado del río, frente a la plaza grande: el barrio de Santa Clara. Tenía un
convento, una herrería y unas pocas casas con extraordinarias vistas al río que
entonces corría bello y limpio, lleno de barbos y loinas.
El barrio, unos 300 metros cuadrados en los
que podía pasar de todo ante los ojos de un niño, fue borrado del mapa cuando
se amplió la carretera general en los años 50, y con ella también se marchó el
mundo de mi infancia.
En la herrería de la entrada de la carretera
de Marquina siempre había mucha gente y todos los niños nos acercábamos
atraídos por el hierro al rojo y el olor a uñas quemadas de los burros y de los
caballos. Cuando nos echaban de allí, enseguida nos poníamos a jugar a
cualquier cosa. Las niñas, con trenzas o tirabuzones a lo Shirley Temple, saltaban a la cuerda y los niños nos quedábamos observándolas
como tontos sin participar, ya que íbamos por separado. Sin embargo, alguna
mirada y algún gesto se escapaban, a pesar de que todo aquello era pecado
mortal, según nos decía el cura en la misa de los domingos, por el bien de
nuestras almas.
Aquellos niños convivían con otros personajes
como la señora Paula, la guardesa del convento, que cosía alpargatas con otras
señoras mientras contemplaba nuestros juegos, o las monjitas que nos oían desde
su clausura, y que nos conocían a todos, tanto por nuestros gritos como por
nuestros nombres, y a veces nos observaban desde las celosías de sus
ventanucos.
En un pequeño callejón y siempre al aire libre
trabajaba un señor muy bajito, regordete y de cara colorada, que cosía pellejos
de vino. Su imagen costumbrista, que me llamaba mucho la atención, fue plasmada
por Zuloaga en algunos de sus cuadros.
En la fragua estaban constantemente poniendo
herraduras a los caballos pero a veces hacían fuego en medio de la placita para
poner al rojo las llantas de los carros, que después llenaban de ruido
chirriante nuestras calles, apagando la música tradicional del barrio: las
campanas y las oraciones del convento y el correr del agua en el río.
Muchas mujeres bajaban allí a lavar la ropa
con sus baldes sobre la cabeza, pero antes se santiguaban al pasar por delante
de la capilla de El Salvador, destacando entre todas ellas mi madre que nos
sonreía y nos decía siempre que fuéramos buenos.
En los bajos proliferaban los talleres, y
entre las máquinas de taladros de Iriondo a veces paseaban las gallinas, o las
cabras que mi hermana Maria Luisa paseaba por las tardes, cuidando de que no se
comieran las flores de las ventanas de unas casas llenas de humedad.
Todo este ambiente se quedó grabado en mi
corazón y permanece vivo todavía en mis recuerdos después de tantos años.
Mi infancia en
París.
Apenas desperté a la vida, toda aquella
existencia de cánticos de monjas y de señoras cosiendo en los portales cambió
de repente, pues un día apareció mi padre con uniforme militar, había comenzado
la Guerra Civil.
Entonces dejé de escuchar el martilleo característico del taller de zapatería
de mi familia y rápidamente nos trasladamos, mis padres y mis cinco hermanos, a
Bilbao, a la calle Ronda donde vivimos y de la que aún recuerdo el fuerte olor
de las naranjas de las tiendas de la zona.
Un buen día, de improviso, nos acercamos a
Santurce con mis hermanos Eugenio, Amalia y Cristina, y después de despedirme
de mis padres, nos embarcaron en un buque, el Habana, rumbo a Francia. Atrás
quedaban los bombardeos y las lágrimas de mi madre. Pero yo, con sentimientos
contradictorios, e inconsciente de todo aquello, me veía navegando en un
hermoso barco, emocionado y atraído por la aventura.
Desembarcamos en la isla de Olerón cerca de
Burdeos y unos días después ya estábamos en Paris. Allí nos llevaron a un
colegio al que acudían los matrimonios franceses para hacerse cargo de los
niños españoles huidos de la guerra. Uno de ellos se fijó en mí. Decían que yo
era muy mignon, y querían acogerme,
pero tenían que hacerse cargo también de mis hermanos, así que a la semana
siguiente vinieron a por mí con otras familias.
Esta etapa me marcaría para toda la vida. Lo
primero que hicieron fue llevarme a las Galerías Lafayette para vestirme como a
un muñeco. Aquello parecía un cuento. Vivíamos en una casa del barrio de Bagnolet
con un enorme jardín, criada, coche y cuarto de baño con agua caliente. Con mis
seis años ya me di cuenta de lo maravillosa que podía ser la buena vida,
sintiéndome el rey del mundo y olvidándome de
todo lo anterior, hasta del idioma,
puesto que allí aprendí a leer y a escribir en francés.
Este matrimonio me trataba como a un hijo, me
cogieron un gran cariño y querían adoptarme. Mi padre, George Calperine, era un
médico ruso que vivía en Francia propagando las ideas revolucionarias, y
siempre tenía la consulta llena, donde realizaba reuniones políticas. Así supe
que existía la Unión
Soviética , aunque lo que más me llamaba la atención eran las
letras rusas y las fotos de Stalin.
Esos años en Paris fueron inolvidables,
visitas a la Torre Eiffel ,
veranos en el campo, excursiones en coche, etcétera, pero aquello no podía durar siempre, así que
yo, que había salido de España huyendo de nuestra confrontación, me encontré
con otra gran guerra.
En Paris se esperaba de un momento a otro que
ocurriese lo peor, y en poco tiempo, aquella felicidad, aquel bienestar,
aquella preciosa ciudad, iba a cambiar radicalmente. Toda la población estaba
muy asustada, mientras yo me sorprendía de los globos que rodeaban Paris para
protegerse de los posibles bombardeos.
La situación de mi familia adoptiva era
especialmente delicada, pues mi padre francés fue llamado a filas, estando
doblemente amenazado por su activismo político y por su condición de judío. De
este modo salimos de Paris como pudimos huyendo de la persecución. Teníamos la
suerte de tener una casa en Amite, cerca de Reims, hacia donde nos dirigimos. Era
una maravillosa casa de campo, un chateau,
desde el que veíamos pasar interminables
cuadrillas de aviones alemanes destinados a bombardear Paris.
Pero las peores noticias llegaron pronto. Mi
padre adoptivo había caído prisionero, y nunca más supimos de él pues, casi con
toda seguridad, murió en un campo de concentración.
Los meses siguientes fueron aterradores, pues
abandonamos la casa y estuvimos moviéndonos de un lado para otro sin rumbo
fijo, unas veces a pie y otras en camiones, acercándonos cada vez más a
Alemania, donde mi madre Ginette iba en busca de su marido. Desorientados, unas
veces caminábamos junto a un grupo de soldados, y en otras ocasiones nos
encontrábamos en la más absoluta soledad. Aquella peregrinación me parecía
fascinante, en la inconsciencia de mi edad, aunque comprendía perfectamente el
dramatismo de la situación.
Pasaba por los caminos viendo casas y pueblos
enteros incendiados, intentando convencerme de que aquellos cuerpos que había
por el suelo eran personas que estaban durmiendo. Por las calles se amontonaban
los enseres salvados de los bombardeos, y en una ocasión me acerqué a un montón
de escombros y cogí un grueso diccionario lleno de dibujos, y así iba por la
carretera con aquella carga bajo el brazo. Aquel libro se quedó en algún pajar
después de una fuerte caminata.
Llegamos a Bains les Bains, cerca de Alemania,
y allí permanecimos hasta que se consumó la invasión. Todos estábamos muy
asustados cuando de pronto, y tras un gran silencio, por la calle principal
empezaron a pasar interminables columnas de soldados y de vehículos. Asustados
nos escondimos debajo de la cama esperando que saquearan las casas y que nos
ejecutasen allí mismo. Así permanecimos varias horas escuchando el constante
sonido de las botas sobre los adoquines, hasta que nos acercamos a la ventana
para ver lo que estaba pasando. Aquellos soldados pasaban de nosotros, tenían
metas más importantes que conquistar y hasta alguno de ellos se permitía la
“delicadeza” de saludarnos con la mano. Yo me quedé atónito pues me esperaba
una masacre después de haber estado huyendo durante tanto tiempo.
Con la invasión alemana mi situación cambió
por completo, y el Gobierno español reclamó mi vuelta. Mis hermanos ya hacía un
año que se encontraban en España, y un día llegaron unos señores con gabardina
que prepararon mi viaje de regreso. Abandoné, por tanto, ese París tan alegre
que conocí y que se había convertido en una ciudad inhóspita con la guerra.
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