Biografía 2ª parte: Aventuras de niño.

¡Luziano, eres pobre!

 Así comenzó otro viaje hacia la frontera. En Fuenterrabía me llevaron a un colegio en donde había más niños como yo, y por la mañana apareció a buscarme una señora desconocida, vestida humildemente, con una niña pequeña de la mano. Aquella mujer era mi madre con mi hermana Maria Luisa, a la que no conocía. Después de cuatro años en Francia yo ya no hablaba castellano y mis recuerdos de España se habían borrado casi por completo, así que yo no entendía cómo aquella madre me abrazaba con tanto cariño, mientras mi hermana descubría que tenía un nuevo hermano mayor. Por la noche en Elgoibar me encontré durmiendo en una casa humilde, sin comprender absolutamente nada de lo que me había pasado durante esos cuatro años en Francia.

Entonces me enteré de todo lo sucedido con mi familia durante los años de ausencia, y de que mi padre estaba en la cárcel por haber luchado con los gudaris defendiendo la República.

Lo que más me sorprendía de mi nueva situación era el lugar en el que vivíamos. Aquella desvencijada casa encima del río Deva, con balcones y váter sobre el río, me asustaba, dándome cuenta de que las comodidades, el agua caliente, el coche, el pan con mantequilla y el cruasán, se habían terminado. Allí estaba yo, en una casa llena de hermanos que me llamaban El Francesito.

Eran tiempos muy duros, incluso peores que los vividos durante nuestra peregrinación por los caminos de Francia, pero lo que más me asustaba era salir a la calle, porque no sabía lo que me podía encontrar. Los chicos del pueblo vestían muy modestamente y todos los ojos se fijaban en mí, que todavía llevaba la indumentaria elegante de Paris. Hecho un figurín me sentía tan ridículo que volví a casa corriendo con mi hermano José Mari a ponerme su ropa vieja. Me vestí con unos pantalones con petachos que hacían juego con los de los demás chicos y de nuevo salí a la calle.

Si en casa me llamaban El Francesito en la calle me llamaban Zapa de modo peyorativo por ser el hijo de la zapatera, mi madre, que, con mucho cariño, me dijo que pronto nos acercaríamos a San Sebastián a ver a mi padre. Esa visita me emocionaba, pero supuso una gran decepción, pues mi padre no mostró mucho entusiasmo hacia mi persona, comenzando así una relación fría que tampoco cuajó cuando, años después, salió de la cárcel.

¡Trapera, trapera!

Durante ese tiempo mi madre tenía que sacarnos adelante dedicándose a comprar y a vender chatarra y trapos. Una buena mañana me puso mis mejores galas francesas, que todavía conservaba, y me dijo que me iba a llevar a Zumaya, un pueblo relativamente lejano para aquella época. Yo me quedé maravillado pensando que iría a la playa y a pasar la tarde viendo barcos, así que lleno de ilusión nos bajamos del tren. Pero de repente escuché un grito que decía: “¡Trapera, trapera!”. Yo no sabía quién decía aquello hasta que me di cuenta que era mi madre quién repetía esas palabras a voz en grito. Yo no sabía qué hacer hasta que ella me explicó que aquella era una manera digna de ganarse la vida dados los tiempos que corrían.

Pero aquel viaje a Zumaya iba a tener una sorpresa mejor porque además de chatarra de los barcos, bronce y otros metales que después vendía en las fundiciones de Elgoibar, mi madre iba a la fábrica de pinturas de Zuloaga, a la que proveía de trapos, y yo, que ya tenía ciertas inclinaciones con el dibujo salí de allí con mis primeros tubos de pintura.

Elgoibar era un pueblo muy dinámico y pronto comenzó a renacer una vez acabada la guerra. Las cosas empezaban a cambiar y en casa estábamos expectantes ante la inminente salida de la cárcel de mi padre. Esperaba sus sabios consejos, y creía que ya nos iban a ir bien las cosas.

Yo ya realizaba dibujos con relativa facilidad y buscaba cualquier información que me condujese a la ilusión de dedicarme a la pintura. Por aquel entonces, en mi entorno nadie sabía de la existencia de Picasso ni de que uno se pudiera ganar la vida pintando. Consideraban que los pintores se morían de hambre y, por lo tanto, había que ser futbolista, tornero o ajustador. Me encontraba en la edad en la que más necesitaba la protección y orientación de un padre, y cuando éste volvió, retomó su trabajo de zapatero y recuperó su clientela, el ruido del martillo y el permanente olor a pez llenaba la casa de un grato bienestar.

Pero hay un refrán que dice que la alegría dura muy poco en la casa del pobre, y un día, con el pretexto de ir a por materiales a Bilbao, mi padre desapareció de aquella casa que tanto le necesitaba, y no volvió. Allí se quedó una madre con siete criaturas en la más triste de las soledades, en esos años cuarenta en los que el vivir de cada día era dificilísimo, especialmente para una mujer sola.

Las calles de Elgoibar eran un hervidero de niños de todas las edades y de gentes vendiendo y voceando sus productos. En el río, que estaba animadísimo, lavaban su ropa constantemente las mujeres durante el día. En este ambiente tan difícil empecé a plantearme qué salida iba a dar a mi vida. En mi mente siempre estaba París, puesto que aquellos años pasados que tanto me marcaron, forjaron en mi cabeza la idea de volver a Francia. Entretanto comencé a asistir en Elgoibar a clases de dibujo en la escuela de Artes y Oficios con Don Bernardo Ecénarro, un hombre entrañable. Allí era muy feliz formándome en la disciplina de la pintura. Mi madre me seguía trayendo tubos de Zumaya, que yo acariciaba sin saberlos utilizar.


En busca de fortuna

Con once o doce años y una imaginación en ebullición, mi afán de aventura se contagiaba a mis amigos. Llevábamos casi un mes planeando algo, bajo los soportales de la parroquia de San Bartolomé. Éramos tres amigos como una piña, Miguel, El Sevillano, Xabin Bicondoa, Rasgos, y  yo, muy inquietos y con la cabeza llena de pájaros. Iba llegando el otoño, nos estábamos poniendo melancólicos y durante la noche se avivaba más nuestra creatividad. El Sevillano había vivido en Vitoria, a la que calificaba de gran ciudad, y nos calentaba la cabeza con sus excelencias. Aquello de ciudad nos sonaba a lugar mágico, a urbe de película americana, a Nueva York visto desde un barco entre la niebla con la estatua de la libertad a un lado (el cine ya había hecho mella en nosotros).

Mi cultura, más bien escasa, estaba amueblada con mi colección de tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, Tarzán y El Hombre Enmascarado, la mayoría prestados por mi amigo Armentia, que yo devoraba y que me hacían soñar. Desde luego esos cuentos eran en gran parte los responsables de mis extravagancias y de mi espíritu inconformista, así que aquella noche en los soportales de la parroquia decidimos ir en busca de fortuna.

Rasgos, El Sevillano y Zapa, saldríamos la tarde siguiente hacia Vitoria a probar suerte en la vida. Encima de la mesa de mi habitación dejé una nota: “Amatxo, nos vamos en busca de fortuna”, y salimos sin dinero, sin ropa de repuesto y sin comida, camino de aquella gran ciudad llena de oportunidades.

Enseguida se nos hizo de noche en Placencia, que pasamos durmiendo entre unos tablones con un frío de mil demonios, pero con enorme fuerza de voluntad. Por la mañana proseguimos nuestro camino por Mecolalde, Vergara, y San Prudencio, donde ya teníamos que comer, así que cogimos unas patatas de una huerta y las cocimos en un bote que encontramos por allí. Apareció una pareja de la Guardia Civil que nos preguntó qué hacíamos. Respondimos que éramos gitanos de Mendaro. Con nuestras caras y ropas sucias se lo debieron creer así que solo nos dijeron que cuando nos fuésemos apagáramos bien el fuego.

Seguimos andando sin parar, no se había aún inventado el auto-stop, y es que además no pasaba ningún coche. Por la tarde ya habíamos subido a la llanura alavesa, que nos sorprendió mucho, como a los que ven el mar por primera vez, porque nosotros solo conocíamos el paisaje montañoso de Guipúzcoa. Además, allí, a lo lejos, desde una colina, se divisaba, como en un cuento, Vitoria, que en realidad era una ciudad pequeña, sin industrias ni grandes edificios. Parecía que no llegaríamos nunca, pero al anochecer entramos en Vitoria sintiendo una profunda decepción. Allí no había rascacielos, ni metro, ni taxis amarillos como en las películas de Nueva York que yo había imaginado, y además hacía mucho frío.

El Sevillano, que era un gran optimista, nos dio muchos ánimos diciendo que allí se podía ganar mucho dinero, pero antes teníamos que pasar la noche, así que buscamos un vagón de tren en una vía muerta de la estación, que empezó a moverse a las siete de la mañana, y del que tuvimos que salir pitando.

A pesar del frío del otoño no nos amedrentamos y encontramos el sistema de ganar dinero en la estación ofreciéndonos como maleteros. Allí nos colocamos los tres en el andén sacando pecho con un hambre de veinticuatro horas. Nadie quería que le lleváramos sus maletas hasta que una señora permitió al fin que cargáramos una especie de bolsa larga y pesada que parecía que estaba preparada para nosotros. El caso es que pesaba tanto que las piernas nos temblaban. Por fin llegamos, “hasta aquí, chavales”, dijo la señora, y cuando abrió el bolso, se nos salían los ojos de las órbitas esperando un billete grande que sería nuestro primer capital. Finalmente la señora nos dijo “a ver en qué os lo vais a gastar”, y nos dio una peseta para los tres.

La nueva propuesta de Miguel fue recoger cascos de botellas de cristal blanco, como las de anís, así que nos recorrimos toda Vitoria buscando, hasta que tuvimos medio saco. Incluso le quitamos la botella a un borrachín medio dormido que andaba tirado en un banco. Nos dieron poco, solo dos pesetas, por lo que nuestras ilusiones y sueños de riqueza se desvanecieron. Con las tres pesetas nos dirigimos al mercado y solo nos llegó para comprar sangre cocida (que no había probado nunca), y una hogaza de pan. Nos lo comimos nada más salir de la plaza sentados en el suelo. Al terminar ya habíamos decidido regresar a Elgoibar.

Caminando de nuevo, comiendo una manzana por aquí y unos higos por allá, sin pedir
nada a nadie y valiéndonos por nosotros mismos, bajamos por el puerto de Salinas de Leniz, que no terminaba nunca. En una chavola de ovejas pasamos la tercera noche acurrucados para pasar menos frío. Por la mañana recorrimos Escoriaza, Arechavaleta, Mondragón y Vergara, hasta que por Málzaga, a pocos kilómetros de Elgoibar, vimos pasar en bicicleta a mi hermano Eugenio que venía de trabajar de Eibar. Eran las seis de la tarde y no habíamos comido ni descansado en todo el día, así que, después de mostrar la alegría correspondiente, le pregunté si le había sobrado algo de comida. Nos repartimos unas alubias y un trozo de pan entre los tres que nos supieron a gloria.

Mi hermano quería llevarme en la bicicleta pero yo no podía abandonar a mis compañeros de viaje tan cerca de nuestro destino, y proseguimos juntos.
  
Cuando estábamos a la altura del cementerio de Olaso y divisábamos la torre  de la parroquia nos llamó la atención la cantidad de gente que, agitando los brazos, estaba apostada en el puente. Nosotros nos miramos y comentamos que debía de haber una carrera ciclista, pero no era eso. Mi hermano ya había dado la noticia de nuestro regreso y allí estaba toda la chiquillería y los mayores esperándonos. Nosotros estábamos asustados con la reprimenda y no sabíamos donde meternos. No obstante, mi madre y mis hermanos, con cara de reproche pero contentos, me recibieron con cariño. Pero pocos días después mi madre me quemó esos tebeos que me habían metido esas ideas de fortuna y de rascacielos en la cabeza, como a don Quijote, incluso los de mi querido amigo Armentia, que nunca los reclamó.

El caserío

En aquellos años todos los días, por las mañanas, unas señoras con pañuelo en la cabeza, albarcas y calcetines de lana gruesa, nos traían la leche: eran las caseras. La nuestra era del caserío Verdescunde. Con once años y la decepción de la experiencia de Vitoria, ahora el desconocido mundo rural me interesaba. Quería experimentar la vida en el campo, y como estaba de vacaciones, la casera me acogió una temporada.

Aquella noche dormí en el caserío después de tomar un plato de puerros con patatas y leche con talos, una cena deliciosa. El colchón de mi cama era de hojas de maíz, y al moverme sonaba de una forma peculiar. Yo tenía que llevar al monte a 33 ovejas y después traerlas de vuelta.

María era la señora de la casa, Andrés era el hijo mayor y también había una hermana de María que vivía en Eibar, y que venía de vez en cuando. Allí se respiraba algo especial, la vida familiar, la comida cocida lentamente en pucheros viejos, el caldo con sopas de pan de primer plato, las alubias y luego el tocino con pan casero.

Todas las mañanas llevaba las ovejas al monte, reconociéndolas por su nombre y por el sonido de sus cencerros que sonaban cada uno de una manera distinta. Aquella temporada fue maravillosa, me hizo comprender perfectamente el alma del mundo rural vasco, y además me sirvió para algo importantísimo: aprender el euskara.

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