La Unión de Artistas
Vidrieros
Deseando tener una vida un poco más tranquila
fui a Irún en busca de un trabajo artístico. Enseñé al señor Arrejubieta algunos
dibujos y, después de hacerme ciertas preguntas, me dijo que comenzaba a
trabajar ese mismo lunes en la
Unión de Artistas Vidrieros, con un sueldo de 25 pesetas
diarias. De nuevo todo me salía bien.
Por la tarde, en la plaza Urdanibia del barrio
de Uraunzu, había comedias. Este tipo de
actuaciones de equilibristas y payasos o de señoras cantando eran muy
corrientes en los pueblos. Un grupo de personas contemplábamos el espectáculo y
yo estaba en primera fila, sin preocuparme de donde iba a dormir esa noche. Una
señora mayor que estaba entre el público me preguntó de donde era. Le informé
de mi lugar de origen y de mi nuevo trabajo y de que no tenía donde hospedarme.
Así encontré fácilmente patrona para comer y dormir durante mi estancia en
Irún.
El trabajo de hacer vidrieras artísticas era
muy interesante, totalmente distinto al de pintar cuadros. Me sirvió sobre todo
para conocer al gran pintor Don Gaspar Montes Iturrioz, que trabajaba allí, y con
el que mantuve una gran amistad siendo mi maestro durante algún tiempo. Yo era
feliz en aquel ambiente de trabajo, pues me sentía identificado con un grupo y
disfrutaba mucho de Irún y Fuenterrabía, muy animados en aquellos años. Pero
tener Francia tan cerca era una tentación demasiado grande, solo había que
cruzar el Bidasoa y estaría camino de aquel Paris que añoraba desde niño y que
me obsesionaba.
Pero una mañana me quedé dormido y llegué
tarde al trabajo, por lo que el señor Arrejubieta me castigó con entrar a las
nueve. Entonces tomé una decisión importante que supuso mi jubilación a los 17
años, y no volver a tener un sueldo más en mi vida. Decidí seguir conociendo
mundo, me compré una bicicleta con los ahorros y llevé a cabo lo que me rondaba
por la cabeza, poner rumbo a París. Así me aventuré por la carretera de
Pamplona para pasar a hacía mi tierra prometida: Francia. Ya estaba a punto de
cruzar el puente cuando dos guardias civiles me dieron el alto. Asustado pensé qué
dirían de mí en Elgoibar mis amigos y mi familia cuando me metieron en el
calabozo. A las pocas horas me llevaron a la cárcel de Martutene que tenía los
suelos limpios como espejos, pero allí había un capellán de Azpéitia íntimo
amigo de mi cuñado Hermenegildo, y a los tres días salí librándome de una
buena.
La mili
Año 1954, estación
de Elgoibar: mi madre y alguna de mis hermanas me despedían con lágrimas en los
ojos, y yo empezaba expectante una nueva aventura.
Por Vitoria recordé mi
experiencia tiempo atrás, y por Burgos mi primera sorpresa era que el paisaje
cambiaba de verde intenso a amarillo, con muchas llanuras y pocos árboles. Viniendo
del norte, me preguntaba cómo se podía vivir en una tierra tan seca, sin
huertas ni hierba para las vacas. Cuando llegamos a Cubillo del Campo, un
pequeño pueblo en el que estaba el campamento, descubrí que en Burgos también había
patatas, lechugas, cerezas, gallinas, burros y caballos.
En la mili los amos
eran los sargentos con sus gritos y las bromas de siempre, lo que se compensaba
con las comidas que eran abundantes, yo que iba siempre con mucho apetito.
Dos meses después,
en Burgos, me destinaron a los talleres de carpintería de Capitanía General y
como ayudante de un coronel. Barría el despacho por la mañana oyendo en la
radio la música de entonces: El negro
Zumbón, de la película Anna, de
Silvana Mangano. Pero no tenía que llevar uniforme y disfrutaba de las tardes
libres, lo que me permitía tener tiempo para mi vicio favorito: pintar. La
noticia de mi afición a hacer retratos corrió como la pólvora por Capitanía, y
siempre tenía algún encargo con el que me ganaba unas pesetas, que me venían
muy bien y me dieron mucha experiencia para mis trabajos posteriores en París.
Terminada la mili,
en vez de regresar a mi casa, me marché a las Cortes de Bilbao, donde estuve
unas cuantas semanas dibujando y pintando. La Maña se
había casado con un tranviario de Baracaldo, La Conchi tenía un bombo enorme, Lalo, el carterista, estaba en la
cárcel y Chelo, su mujer, ya estaba con otro chulo: El Cojeras, que se ladeaba ligeramente al andar.
En los días que
estuve allí sentí que la pintura era una obsesión para mí, así que me dediqué
plenamente a dibujar aquel ambiente pero ya sin la timidez de la primera vez. La Chelo ,
La Catalana, Eloisa y Sara, La Kuqui, seguían posando con
generosidad para mí cuando escaseaba la clientela.
Me hubiera gustado
quedarme allí más tiempo, incluso alguna de las habituales me lo propuso, pero
lo mío no era permanecer en aquel ambiente. Así que regresé a Elgoibar y al
entrar en casa me recibieron mis hermanas con unas caras muy largas: nuestra
madre había muerto días antes. Tenía cincuenta y pocos años.
Con mis proyectos,
obsesiones, París y la pintura, no llegué a valorar entonces el trabajo de
aquella mujer, joven todavía, que había entregado su vida por nosotros, que
pocos meses antes me había comprado un traje para la boda de mi hermana
Cristina, y que me trataba con cariño, aunque yo siempre estuviera en las
nubes.
Cristina, mi madre
Para hablar de ella tengo que volver de nuevo
a mi niñez. Mi infancia francesa hizo que me olvidara prácticamente de mi
familia real, así que la noticia del reencuentro con mi madre después de cinco
años me llenaba de alegría y también de inquietud. Era la segunda vez en mi
corta edad que me separaban de mi familia, tanto real como adoptiva, y ahora
iba a conocer de nuevo a mi madre de la que casi no me acordaba. Mi reencuentro
con ella fue un día en Fuenterrabía, y desde el principio me trató con mucho amor
lo que hizo que me reintegrara en la familia con comodidad y alegría.
Llevaba las ropas oscuras y tenía el cabello
ligeramente rubio, recogido en un moño, y un pañuelo tapándole la cabeza. Tenía
la piel muy blanca y los ojos claros, no paraba ni un momento de trabajar y
aunque no comía mucho, estaba más bien llenita.
¡Qué mérito el de aquella mujer que tuvo que
sacar adelante sola a siete hijos cuando su marido se marchó y no volvió más!
Sólo me di cuenta de su esfuerzo cuando me hice mayor y ya no estaba conmigo.
Siempre andaba canturreando mientras se
ocupaba de nosotros, lo que me parecía muy normal, que había nacido para ello y
que no tenía otra cosa que hacer en la vida más que sacarnos adelante, como
todas las madres de aquella época. Pero además de llevar las cosas de la casa
tenía que conseguir dinero y con su espíritu emprendedor se dedicaba a la
compra-venta de chatarra, negocio que dominaba muy bien. Además había otras
fuentes de recursos, como las cabras que teníamos en las cuadras del entresuelo
de la casa que nos solucionaban el problema de la leche diaria, o el cerdo que
iba engordando cada año hasta llegar a pesar cien kilos.
Siempre con una sonrisa en sus labios, aún le
quedaba tiempo para bajar a lavar a la orilla del río con otras mujeres con un
cubo lleno de ropa en la cabeza,.
Yo no la hacía demasiado caso porque estaba a
mi aire, con mis aventuras y pensamientos, y en estos momentos de mi vida
siento no haber participado más de sus preocupaciones. Muchas veces me pregunto
cómo lo hizo pero la verdad es que consiguió su meta, ya que todos los hermanos
salimos adelante y ahora lo único que nos queda es recordarla con todo nuestro
amor y agradecimiento por lo que somos.
Fiestas en
Lequéitio
Lequéitio era un pueblo marinero precioso, con
sus dársenas llenas de barcos pintados de colores y con un ambiente muy auténtico.
Sus fiestas patronales en agosto tenían como plato fuerte la fiesta del ganso
que consistía en colgar vivo a
este animal de unas cuerdas tiradas de ambos lados por las cuadrillas mientras
que desde una barca un joven se enganchaba del cuello engrasado hasta que se lo
arrancaban. Entre el público estaba yo haciendo mis
dibujos mirando todo aquello sorprendido.
De repente apareció entre la gente una chica
guapísima con unos ojos claros maravillosos, se llamaba Carmen, que, con su
madre, estaba pasando unos días en Lequéitio. Enseguida yo cerré mi caballete y
simpatizamos disfrutando de la fiesta, y así nos enamoramos. Era una chica de
Madrid muy alegre, positiva y romántica, una persona maravillosa, con cierto parecido a Ava Gardner, que iba a
ser tan fundamental en mi vida que unos meses después hizo
que me viniera a vivir a Madrid.
Estaba tan a gusto con Carmen que enseguida
nos casamos. Era la compañera ideal que confió en mí desde el principio, a pesar de
que yo le ofrecía una vida llena de inseguridades en una época en la que un
pintor no tenía ningún futuro. Pero Carmen, que me daba serenidad y seguridad,
nunca intentó desviarme del camino que había emprendido.
Vivíamos en un Madrid que me encantaba, pero
en mi mente seguía estando París, así que unos meses después de casarnos
tomamos la decisión de marcharnos. Recuerdo que cuando se lo dije a Carmen,
abrió sus hermosos ojos, tragó saliva y con una ilusionada sonrisa dijo: “bien,
vamos”. En aquellos años solo viajaban al extranjero algunos niños bien y los
emigrantes, y en la radio se escuchaban canciones de Juanito Valderrama y de Luis
Mariano que Carmen siempre estaba canturreando, aunque lo que más le gustaba
eran las romanzas y coros de zarzuela. Era la alegría de la casa en todo
momento, y su presencia lo iluminaba todo con un halo especial. Con su carácter
amable y generoso la adoraba todo el mundo.
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