Biografía 4ª parte: Inicios artísticos.


La Unión de Artistas Vidrieros

Deseando tener una vida un poco más tranquila fui a Irún en busca de un trabajo artístico. Enseñé al señor Arrejubieta algunos dibujos y, después de hacerme ciertas preguntas, me dijo que comenzaba a trabajar ese mismo lunes en la Unión de Artistas Vidrieros, con un sueldo de 25 pesetas diarias. De nuevo todo me salía bien.

Por la tarde, en la plaza Urdanibia del barrio de Uraunzu,  había comedias. Este tipo de actuaciones de equilibristas y payasos o de señoras cantando eran muy corrientes en los pueblos. Un grupo de personas contemplábamos el espectáculo y yo estaba en primera fila, sin preocuparme de donde iba a dormir esa noche. Una señora mayor que estaba entre el público me preguntó de donde era. Le informé de mi lugar de origen y de mi nuevo trabajo y de que no tenía donde hospedarme. Así encontré fácilmente patrona para comer y dormir durante mi estancia en Irún.

El trabajo de hacer vidrieras artísticas era muy interesante, totalmente distinto al de pintar cuadros. Me sirvió sobre todo para conocer al gran pintor Don Gaspar Montes Iturrioz, que trabajaba allí, y con el que mantuve una gran amistad siendo mi maestro durante algún tiempo. Yo era feliz en aquel ambiente de trabajo, pues me sentía identificado con un grupo y disfrutaba mucho de Irún y Fuenterrabía, muy animados en aquellos años. Pero tener Francia tan cerca era una tentación demasiado grande, solo había que cruzar el Bidasoa y estaría camino de aquel Paris que añoraba desde niño y que me obsesionaba.

Pero una mañana me quedé dormido y llegué tarde al trabajo, por lo que el señor Arrejubieta me castigó con entrar a las nueve. Entonces tomé una decisión importante que supuso mi jubilación a los 17 años, y no volver a tener un sueldo más en mi vida. Decidí seguir conociendo mundo, me compré una bicicleta con los ahorros y llevé a cabo lo que me rondaba por la cabeza, poner rumbo a París. Así me aventuré por la carretera de Pamplona para pasar a hacía mi tierra prometida: Francia. Ya estaba a punto de cruzar el puente cuando dos guardias civiles me dieron el alto. Asustado pensé qué dirían de mí en Elgoibar mis amigos y mi familia cuando me metieron en el calabozo. A las pocas horas me llevaron a la cárcel de Martutene que tenía los suelos limpios como espejos, pero allí había un capellán de Azpéitia íntimo amigo de mi cuñado Hermenegildo, y a los tres días salí librándome de una buena.


La mili

Año 1954, estación de Elgoibar: mi madre y alguna de mis hermanas me despedían con lágrimas en los ojos, y yo empezaba expectante una nueva aventura.

Por Vitoria recordé mi experiencia tiempo atrás, y por Burgos mi primera sorpresa era que el paisaje cambiaba de verde intenso a amarillo, con muchas llanuras y pocos árboles. Viniendo del norte, me preguntaba cómo se podía vivir en una tierra tan seca, sin huertas ni hierba para las vacas. Cuando llegamos a Cubillo del Campo, un pequeño pueblo en el que estaba el campamento, descubrí que en Burgos también había patatas, lechugas, cerezas, gallinas, burros y caballos.

En la mili los amos eran los sargentos con sus gritos y las bromas de siempre, lo que se compensaba con las comidas que eran abundantes, yo que iba siempre con mucho apetito.

Dos meses después, en Burgos, me destinaron a los talleres de carpintería de Capitanía General y como ayudante de un coronel. Barría el despacho por la mañana oyendo en la radio la música de entonces: El negro Zumbón, de la película Anna, de Silvana Mangano. Pero no tenía que llevar uniforme y disfrutaba de las tardes libres, lo que me permitía tener tiempo para mi vicio favorito: pintar. La noticia de mi afición a hacer retratos corrió como la pólvora por Capitanía, y siempre tenía algún encargo con el que me ganaba unas pesetas, que me venían muy bien y me dieron mucha experiencia para mis trabajos posteriores en París.

Terminada la mili, en vez de regresar a mi casa, me marché a las Cortes de Bilbao, donde estuve unas cuantas semanas dibujando y pintando. La Maña se había casado con un tranviario de Baracaldo, La Conchi tenía un bombo enorme, Lalo, el carterista, estaba en la cárcel y Chelo, su mujer, ya estaba con otro chulo: El Cojeras, que se ladeaba ligeramente al andar.

En los días que estuve allí sentí que la pintura era una obsesión para mí, así que me dediqué plenamente a dibujar aquel ambiente pero ya sin la timidez de la primera vez. La Chelo, La Catalana, Eloisa y Sara, La Kuqui, seguían posando con generosidad para mí cuando escaseaba la clientela.

Me hubiera gustado quedarme allí más tiempo, incluso alguna de las habituales me lo propuso, pero lo mío no era permanecer en aquel ambiente. Así que regresé a Elgoibar y al entrar en casa me recibieron mis hermanas con unas caras muy largas: nuestra madre había muerto días antes. Tenía cincuenta y pocos años.

Con mis proyectos, obsesiones, París y la pintura, no llegué a valorar entonces el trabajo de aquella mujer, joven todavía, que había entregado su vida por nosotros, que pocos meses antes me había comprado un traje para la boda de mi hermana Cristina, y que me trataba con cariño, aunque yo siempre estuviera en las nubes. 

Cristina, mi madre

Para hablar de ella tengo que volver de nuevo a mi niñez. Mi infancia francesa hizo que me olvidara prácticamente de mi familia real, así que la noticia del reencuentro con mi madre después de cinco años me llenaba de alegría y también de inquietud. Era la segunda vez en mi corta edad que me separaban de mi familia, tanto real como adoptiva, y ahora iba a conocer de nuevo a mi madre de la que casi no me acordaba. Mi reencuentro con ella fue un día en Fuenterrabía, y desde el principio me trató con mucho amor lo que hizo que me reintegrara en la familia con comodidad y alegría.

Llevaba las ropas oscuras y tenía el cabello ligeramente rubio, recogido en un moño, y un pañuelo tapándole la cabeza. Tenía la piel muy blanca y los ojos claros, no paraba ni un momento de trabajar y aunque no comía mucho, estaba más bien llenita.

¡Qué mérito el de aquella mujer que tuvo que sacar adelante sola a siete hijos cuando su marido se marchó y no volvió más! Sólo me di cuenta de su esfuerzo cuando me hice mayor y ya no estaba conmigo.

Siempre andaba canturreando mientras se ocupaba de nosotros, lo que me parecía muy normal, que había nacido para ello y que no tenía otra cosa que hacer en la vida más que sacarnos adelante, como todas las madres de aquella época. Pero además de llevar las cosas de la casa tenía que conseguir dinero y con su espíritu emprendedor se dedicaba a la compra-venta de chatarra, negocio que dominaba muy bien. Además había otras fuentes de recursos, como las cabras que teníamos en las cuadras del entresuelo de la casa que nos solucionaban el problema de la leche diaria, o el cerdo que iba engordando cada año hasta llegar a pesar cien kilos.

Siempre con una sonrisa en sus labios, aún le quedaba tiempo para bajar a lavar a la orilla del río con otras mujeres con un cubo lleno de ropa en la cabeza,.

Yo no la hacía demasiado caso porque estaba a mi aire, con mis aventuras y pensamientos, y en estos momentos de mi vida siento no haber participado más de sus preocupaciones. Muchas veces me pregunto cómo lo hizo pero la verdad es que consiguió su meta, ya que todos los hermanos salimos adelante y ahora lo único que nos queda es recordarla con todo nuestro amor y agradecimiento por lo que somos.


Fiestas en Lequéitio

Lequéitio era un pueblo marinero precioso, con sus dársenas llenas de barcos pintados de colores y con un ambiente muy auténtico. Sus fiestas patronales en agosto tenían como plato fuerte la fiesta del ganso que consistía en colgar vivo a este animal de unas cuerdas tiradas de ambos lados por las cuadrillas mientras que desde una barca un joven se enganchaba del cuello engrasado hasta que se lo arrancaban. Entre el público estaba yo haciendo mis dibujos mirando todo aquello sorprendido.

De repente apareció entre la gente una chica guapísima con unos ojos claros maravillosos, se llamaba Carmen, que, con su madre, estaba pasando unos días en Lequéitio. Enseguida yo cerré mi caballete y simpatizamos disfrutando de la fiesta, y así nos enamoramos. Era una chica de Madrid muy alegre, positiva y romántica, una persona maravillosa, con cierto parecido a Ava Gardner, que iba a ser tan fundamental en mi vida que unos meses después hizo que me viniera a vivir a Madrid.

Estaba tan a gusto con Carmen que enseguida nos casamos. Era la compañera ideal que  confió en mí desde el principio, a pesar de que yo le ofrecía una vida llena de inseguridades en una época en la que un pintor no tenía ningún futuro. Pero Carmen, que me daba serenidad y seguridad, nunca intentó desviarme del camino que había emprendido.

Vivíamos en un Madrid que me encantaba, pero en mi mente seguía estando París, así que unos meses después de casarnos tomamos la decisión de marcharnos. Recuerdo que cuando se lo dije a Carmen, abrió sus hermosos ojos, tragó saliva y con una ilusionada sonrisa dijo: “bien, vamos”. En aquellos años solo viajaban al extranjero algunos niños bien y los emigrantes, y en la radio se escuchaban canciones de Juanito Valderrama y de Luis Mariano que Carmen siempre estaba canturreando, aunque lo que más le gustaba eran las romanzas y coros de zarzuela. Era la alegría de la casa en todo momento, y su presencia lo iluminaba todo con un halo especial. Con su carácter amable y generoso la adoraba todo el mundo.



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