El ambiente de
Pigalle.
Mi amigo del hotel, el de los gorgoritos, me
presentó a mucha gente; aquello era como lo de Bilbao pero a lo grande, además
yo ya tenía unos cuantos años más y bastante más picardía. Hice muchos dibujos
de todo aquel ambiente de lujo, champán, escotes y glamour. Aquellas señoras llenas de plumas no esperaban a que
viniese cada semana el jefe de estación como en las Cortes, sino que tenían una
clientela habitual de políticos, financieros y diplomáticos. Las mujeres
llevaban la cara blanca como la leche, según la moda, destacando como en un
sueño bajo aquellas intensas luces. Después de dibujar a la hija de Monsieur César, el maître del Claire de lune,
yo entraba en su local con toda libertad a hacer mis dibujos al pastel, a los
que él era aficionado. Monsieur César me presentó a todos aquellos personajes entre
los que se encontraban los chulos de aquellas magníficas señoras. A los pocos días
yo era un colega más de todos ellos.
Por las noches, durante los dos pases de strip-tease, todo el local se llenaba de
extranjeros, muchos de ellos españoles y portugueses, que gritaban cuando la
chica se quitaba la última prenda, y que después se vestía rápidamente para
actuar en otro local cercano. Allí se quedaban Jacqueline, Françoise y Monique,
que eran las reinas del lugar y que no se desnudaban. A Monique le encantaba
que la pintase, sobretodo cuando traía un nuevo look, pero los dibujos enseguida me los compraban sus amigos, así
que no conservo ninguno.
Uno de los personajes que conocí en Montmartre
era Helmut E., que tenía mucho interés por mi trabajo y que me compró algunos
cuadros. Era diplomático, capitán de la Legión Americana ,
negociante y espía. Quería ser mi manager y presentarme a muchos personajes de
moda. Yo enseguida pensé que se trataba de un cuentista, pero nada más lejos de
la realidad. Era todo un personaje; escribía los discursos de Nixon cuando
visitaba París, su buzón estaba todos los días lleno de invitaciones y el Hotel
George V era como su casa. Con él conocí a Maurice Chevalier, Juliette Greco,
Josephine Baker, y muchos más, ya que quería promocionarme, pero yo todavía
estaba empezando y no tenía un estilo pictórico definido y maduro, así que
preferí continuar mi camino a mi manera y seguir mi estrella, que la verdad es
que hasta ahora me había guiado muy bien. Además yo no podía olvidar que en
Madrid estaba mi familia a la que adoraba y con la que me sentía plenamente
feliz.
En el año 63 me organicé un poco y compré una
furgoneta, para venir a París con la familia, poder viajar y moverme más,
recorriendo pueblos y ciudades de Francia, Bélgica y España.
Los clochards
Los clochards
de Paris, indigentes y vagabundos, los actuales homeless, eran unos personajes desarrapados y pobres de solemnidad,
que deambulaban por las calles por su falta de medios, pero que eran la
expresión de un modo de vida libre y fuera de todo tipo de compromisos, es
decir que tenían su filosofía y su forma de vivir propia. Sus únicas
pertenencias eran un saco o un instrumento musical y como casa tenían un simple
banco de una plaza o los bajos de un puente del Sena, eso sí, siempre con una
botella de vino en la mano.
En cada zona de Paris había algún grupo de
ellos y en Montmartre teníamos unos muy característicos que estaban integrados
en nuestro mundo artístico. Uno de ellos era un ex-boxeador sonado con la nariz
aplastada, que se pasaba parte de su tiempo dando puñetazos en el aire y que
nos contaba sus hazañas encima del ring.
Otra era una señora que había sido prostituta y que llevaba la cara cubierta con
un exagerado maquillaje, que nos contaba los personajes con los que se había
relacionado antes de liarse con su pareja actual, un antiguo seminarista calvo
y delgado. A veces, en algún momento de melancolía, de un bolso enorme, solía
sacar un sobre con fotos de cuando era jovencita, muy guapa y con un flequillo
que le tapaba toda la frente.
Uno de los clochards era Marcel, el cerebro de la panda y la élite
del barrio, al que yo llamaba cariñosamente Le
Grand Père, por su aspecto de abuelo. Su personalidad me fascinó
profundamente. Había sido actor en su juventud e incluso llegó a ser ayudante
de dirección en los años 30, pero había caído en desgracia por coquetear
demasiado con actrices y coristas, cuando apostó demasiado alto y no se dio
cuenta que una cantante que le gustaba era la querida del productor, así que su
estrella se apagó hasta terminar en la calle.
Marcel era muy imaginativo y como no podía
trabajar en la farándula organizaba a los grupos de mendigos como si se tratara
de su propia compañía de teatro. Hacía selecciones muy severas de clochards y les obligaba a vestirse y
agruparse según sus aptitudes. Su truco consistía en producir el mayor
patetismo y la mayor ternura posible, pero trataba a sus compañeros cruelmente
y les aleccionaba específicamente para inspirar más lástima y así ganar más
francos. Juntaba a dos o tres de ellos y hacía que se colocasen muy juntos en
algún lugar estratégico y discreto; debían de llevar el pelaje distinto y tener
estaturas muy diferentes para contrastar. Iban con ropas parecidas y rotas pero
conjuntadas de color y uno de ellos tocaba malamente un instrumento musical. Los
demás le acompañaban con sus voces desafinando deliberadamente. Lo curioso era
que cuanto peor tocaban y cantaban mayor éxito económico cosechaban. Era
emocionante contemplarlos, y ver los manejos de Marcel para que asumieran
cierta disciplina, ya que en cuanto se relajaban los castigaba mandándolos a un
barrio de la periferia como correctivo. De hecho uno de ellos, bajito y mutilado
de la guerra española que cantaba muy bien pero un poco indisciplinado, acabó
pidiendo en las cercanías de la estación de Austerlitz, sólo y sin ningún éxito
a pesar de su buena voz.
Pero lo más fascinante de mi relación con
estos personajes fueron las fiestas en el Sena o en el Marne. Una vez al mes se
reunían todos en una de las orillas del río a las afueras de París, con un
grupo de señoras veteranas de vida alegre, y organizaban fiestas que duraban
hasta la madrugada. A Marcel le gustaba que yo presenciara sus saraos pero me
tenía prohibido que hiciera fotos y que divulgase su gran secreto, el trapicheo
con los clochards y sus fiestas
amenizadas con el acordeón de un músico profesional contratado al efecto. Todos
estos personajes eran felices a su manera, tenían su parcela de intimidad y
diversión dentro de su vida difícil y sin futuro. Pero para las mujeres era
peor. Tenían muchos kilos y años y eran lastimosas hasta la exasperación con
las rayitas de los ojos fuera de su sitio, los labios exagerados y el perfume
mezclado con sudor.
Se juntaban alrededor de cuarenta amigos entre
hombres y mujeres y Marcel, entre copa y copa, me contaba sus vidas. Algunos
habían sido proxenetas que después de haber tenido alguna reyerta importante se
habían quedados tullidos o con alguna tara física de la que sacaban mucho
partido. De entre todos ellos destacaba Patrick, un polaco al que le faltaba
una pierna, sustituida por una de palo como se llevaban antiguamente, es decir
nada de prótesis articulada con la que puedes montar en bicicleta y hasta
esquiar, sino solo un trozo de madera con una correas y un taco de goma al
final. Con su pata y todo, era la estrella del baile y se pasaba la noche
haciendo piruetas, saltos y giros como un trompo. Ni que decir tiene que era el
que más interés inspiraba entre las féminas. Las fiestas aumentaban su magia y
duende cuando la niebla subía a altas horas de la madrugada a la luz de las
hogueras y de los faroles.
El contacto con todos esos personajes amigos
de Marcel me descubrió un mundo fuera de los circuitos convencionales que influiría
de manera definitiva en mi pintura.
Me inspiraron temas para mis cuadros, y como
siempre estaban dispuestos a posar les retraté en muchas ocasiones; así se
ganaban unos francos para la baguette,
el paté y el vino. Al principio necesitaba de su presencia para hacer mis
cuadros pero ya más tarde los realizaba de imaginación, especialmente en tonos
rojos, algunos de los cuales aún conservo. Por ello se convertirían en un tema
recurrente en mi pintura.
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