La India
Después de haber visitado Marruecos empecé a
sentir curiosidad por la
India. Los países exóticos siempre me han fascinado y la India empezaba a estar de
moda por su espiritualidad, por el movimiento hippie, la vida contemplativa y el yoga. Así que animé a unos
cuantos amigos de las tertulias de Sésamo
a ir a Asia para ver sitios nuevos. Todo el mundo se apuntó a un viaje que iba
a empezar en Oriente Próximo y que iba a terminar en un Afganistán que todavía
no había sido invadido por los soviéticos, ni por los talibanes, ni por los
americanos.
Pero según iba llegando la fecha de la
partida, de los ocho amigos que nos apuntamos se fueron quedando muchos por el
camino, así que cuando me disponía a coger el avión en Barajas yo era el único
que estaba despidiéndome de mi mujer.
“¿Cómo le vas a dejar ir solo?” decían sus
familiares a Carmen. Pero con ella nunca había problemas pues me conocía y me
comprendía muy bien. Tenía plena confianza en mí y sabía que mi verdadero vicio
era recorrer a pie todos los lugares posibles de la ciudad que visitaba.
Verdaderamente me salían alas en las piernas para deambular por todas partes
con los ojos muy abiertos. Algunas veces me recorría la ciudad en un solo día y
cuando ya lo había visto todo me marchaba al siguiente destino. Para Carmen yo
era como un héroe que se iba a las cruzadas a buscar nuevos temas para pintar,
así que me despidió muy cariñosa con lágrimas en los ojos.
Me subí al avión una mañana de febrero del 74,
con muy poco equipaje, unos vaqueros, zapatillas de deporte, mi cámara de
fotos, mi caballete y unos cuantos billetes de cien dólares que abultaban poco
y cundían mucho.
Mi viaje, que no había sido organizado por
ningún tour operador sino que se iba
improvisando en cada aeropuerto, comprendía algunas etapas fijas, como Bagdad y
Bombay, pero mi primera escala era Beirut, ciudad que servía de origen para
cualquier destino posterior. En el París
de Oriente Medio, como se le conocía en aquellos años antes de los
bombardeos, me llevé cierta decepción puesto que yo había estado en Marruecos y
pensaba que todos los países árabes eran igual de fascinantes. En pocos días
recorrí Beirut y Trípoli, y me marché para Bagdad.
Irak
Influenciado por las películas de Aladino y del Ladrón de Bagdad, y por los cuentos de Las Mil y una Noches, yo pensaba que la capital de Irak estaría
llena de señoras estupendas, camellos y muchos colores. Como siempre he sido
bastante ingenuo y con una cultura hollywoodiense,
esperaba encontrarme aquellas maravillas, incluso subir en alguna alfombra
mágica, pero lo primero que me encontré fue un aeropuerto con mucha policía y
ningún turista, solo yo con mi caballete en medio de aquellos vestíbulos
interminables. Aún no había conflictos en ese país pero tantos uniformes y
botas militares eran un mal presagio. De hecho ya me habían recomendado que
tuviera cuidado.
En Bagdad no había ni palacios, ni señoras
imponentes de ligeros escotes, ni technicolor,
ni nada. Todo era como una película en blanco y negro. Una ciudad grande y
desangelada con muchas mujeres vestidas de riguroso luto, que deambulaban por
los numerosos bazares al aire libre.
Aunque yo iba con mi caballete a todas partes
por si encontraba algo interesante para pintar, el ambiente no invitaba a
desarrollar ningún tema artístico, incluso tuve problemas al intentar hacer
fotos, así que dos días después ya estaba loco por marcharme.
Aunque no era época de guerras en la zona, no
existían relaciones diplomáticas entre Irak y Kuwait por lo que tuve muchos
problemas para coger un avión hacia ese pequeño país, que después enlazase con
otro para la India. A
las diez de la mañana en el aeropuerto de Bagdad yo era el único pasajero
extranjero y mi pasaporte pasaba de unas manos a otras como en una novela de Kafka.
Yo pensaba que me meterían en la cárcel, puesto que los militares escudriñaban
mis documentos como si fuera un espía internacional, hasta que, después de
varias horas, me hicieron firmar un documento por el que no se hacían
responsables de lo que me pasase en el pasaje de la Panam
hacia Kuwait. Desde luego hubiera firmado cualquier cosa con tal de salir lo
antes posible de allí, lo que me hizo pensar que había escalas de mi viaje que
no eran muy convenientes, así que posiblemente la visita a Kabul la iba a dejar
para otra ocasión. Al día siguiente aterrizaba en Bombay a las siete de la
mañana.
Bombay
Nada más bajar del avión me sorprendió el
calor, mucho calor, mucha gente por todas partes, y un olor extraño que me acompañó
durante el viaje y que solo acabó cuando abandoné la India. Desde el aeropuerto
todo estaba en obras de canalización, y por todas partes había grandes tubos de
cemento de unos diez metros de largo y dos alto, que servían de hogar para
decenas de personas cada uno, y de los que se desperezaban individuos que iban
a asearse como podían nada más levantarse. Así durante varios kilómetros hasta
la entrada a Bombay.
Ya en la ciudad empecé a buscar hotel, uno de
tres estrellas por ejemplo. Me metí en uno que pareció agradable, pero las
habitaciones disponían de un aseo comunitario que era una simple bañera muy
grande en el centro de un patio sin ningún tipo de puertas para guardar la
intimidad del cliente. Estaba claro que había que buscar un hotel de más
estrellas, aunque sería al día siguiente. Las habitaciones tenían mosquiteras y
por las paredes de los pasillos paseaban tranquilamente las lagartijas, que
justificaban no matar para que se comieran a los insectos. En aquel hotel yo
era el único europeo, así que todo estaba muy animado. Proliferaban las
familias indias con muchos niños que no me dejaron pegar ojo ya que hacían mucho ruido. Hasta un
mono intentó entrar por mi ventana, y cuando me asomé para espantarlo observé
que el patio del hotel estaba lleno de gente durmiendo en literas;
probablemente eran empleados que vivían en esas condiciones, para ellos
privilegiadas, en comparación con lo que había por la calle. Efectivamente
varios monos deambulaban por el patio buscando comida confundidos entre los
cuerpos dormidos a los que no molestaban ni despertaban.
La segunda noche ya dormí en un hotel más a la
europea, en el que siempre había algún recepcionista con el que entenderse más
fácilmente. Un hotel de esta categoría en la India era de cine, con los camareros y el resto
del personal bien trajeado y limpio, tanto que parecían maharajaes con su
turbante. Afortunadamente con dólares al cambio no me salía muy caro. Conocer
este mundo, callejear por cualquier ciudad observando a la gente, era el motivo
de mi viaje y me di cuenta que esta experiencia extraordinaria no tenía nada
que ver con lo que yo me esperaba. Tuve que afrontar con distancia lo primero
que me llamó la atención, la pobreza y la falta de higiene, y mirar la
situación sin estar pensando en las comodidades de nuestra civilización
occidental. Después de habituarme y mentalizarme, pude patear las calles de
Bombay con ganas de descubrirlo todo, hasta los sitios más sórdidos y
difíciles. Este relato, por lo tanto, no pretende ser una guía de viajes ni un
conjunto de instantáneas de preciosos monumentos, sino la narración de una
experiencia personal para descubrir nuevas gentes.
Bombay era mucha urbe, no como Bagdad que me
había decepcionado, así que me sentí completamente impotente. Pensaba que iba a
llegar a la India
y que iba a instalar mi caballete en cualquier parte para pintar, y resultó que
no sabía ni cómo empezar a moverme. Me di cuenta de que la pintura no puede
ejercerse con frivolidad, de que no se trata sólo de representar lo que ves,
sino que para pintar algo en profundidad hay que sentirlo y vivirlo primero
para después desarrollar todo un proceso artístico.
Como tengo querencia por el mar me dirigí al
puerto de la ciudad. Era inmenso, no había visto nada igual, muy distinto a los
puertos de Pasajes o de Bilbao. Grandes barcos de madera llegaban llenos de
pescado del Índico que descargaban miles de personas entre cajas y fardos. ¡Qué
colorido! Entre descargadores semidesnudos deambulaban señoras hermosísimas con
sus saris buscando pescado, pero algunas de ellas no eran clientas sino
trabajadoras que hacían labores similares a los hombres. Y yo sorprendido con
mi carpeta y mis lapiceros intentando dibujar algo. Fue imposible, eran
demasiados estímulos para un primer contacto puesto que no podía fijar la
atención en ningún lugar concreto. Incluso el cielo no estaba tranquilo puesto
que, entre grúas, cadenas y maromas, deambulaban miles de aves de todas clases
picoteando por aquí y por allá en busca de algún pescado. La gente se tenía que
proteger porque se lo quitaban de las manos si lo llevaban muy a la vista.
Pero según me iba adentrando en la ciudad
alejándome del puerto noté que seguía habiendo aves y animales en las calles.
Entre ellos destacaban unos cuervos que se paraban en cualquier parte y que
estaban en el suelo y en las cornisas. Eran gordos, lustrosos y de gran tamaño,
y se paseaban con aspecto satisfecho, a veces incluso te miraban de manera
desafiante. Unos hippies me
informaron de que algunos de esos bichos se alimentaban de los cadáveres de
individuos de una secta que en vez de enterrar a sus muertos los subían a una
especie de torre de madera y los exponían para que se los comieran.
Andando y andando acabé en el lugar menos
elegante, el barrio de fulanas más grande que he visto nunca. En vez de locales
con cristales como en Ámsterdam aquello eran edificios grandes, de varias
plantas, con puertas y ventanas que eran verdaderas jaulas de no más de ocho
metros cuadrados. Cuando las prostitutas están trabajando cierran una cortina y
ocultan a sus hijos que conviven con ellas en esos recintos infernales. Quedé
impresionado viendo hasta que punto llega la explotación humana.
Benarés
No se si habrá cambiado mucho pero hace
treinta y seis años Benarés era como un sueño: ilógico, irreal, casi
mitológico. Mi primera impresión por la mañana fue de respeto. Se respira una
espiritualidad especial en toda la ciudad, cuyas calles siempre se dirigen al
río Ganges. Todo parece trascendente, pero ni triste ni melancólico, ya que
todas esas gentes con sus caras nobles y bellas, especialmente los niños y las
mujeres, tenían el rostro relajado y alegre.
Había dejado atrás el bullicio de Bombay y me
encontraba con una ciudad de tránsito, una ciudad que parece comunicarte con
otra dimensión, una ciudad de muerte. Por todas partes había puestos de saris,
porteadores, bicicletas, taxis, vacas sagradas y animales, respetados ya que son
parte de la vida cotidiana. Todo esto rodeado de gente tirando de carros llenos
de bultos, yoghis en posturas imposibles
o encantadores de serpientes. Y además mucho color.
Entre todo este ambiente que parecía preparado
para una película apareció un grupo de cuatro personas vestidas de blanco
llevando un cuerpo en una especie de camilla. Iban de luto por la muerte de su
familiar. Les seguí y llegué al Ganges, y descubrí esos crematorios donde se
deshacen de los cadáveres.
El Ganges
Es difícil de describir un río como el Ganges
a su paso por Benarés. Rodeado de palacios en ruinas de antiguos maharajaes que
ahora están habitados por cientos de personas. Por todas las orillas había
mucha gente, y muchas barcas habitadas por hippies
que sentían pasión por aquella ciudad. Algunos de ellos acababan colocados en el río, según me contaron.
A la mañana siguiente lo recorrí en barca a
primera hora de la mañana. El amanecer era fascinante, pero dejé de mirar el
agua y el sol para fijarme en el espectáculo de las orillas. Los crematorios me
llamaron la atención, y la gente que iba a morir sumergida en las aguas. Había
dos individuos con los pies metidos en el barro y pintados para la ocasión
charlando tranquilamente a la espera del último momento en el que se los
llevase el río. De hecho las aguas no bajaban precisamente transparentes,
incluso de vez en cuando te topabas con un cadáver que iba flotando a la
deriva. Sin embargo allí hombres, mujeres y niños de todas las edades se
bañaban con total naturalidad. Viendo todo aquello me planteaba el modo de vida
occidental y el deseo de trasladarlo a todo el mundo sin respetar las creencias
y costumbres de cada pueblo.
Sabú
En alguna parte de Benarés apareció ante mí un
niño indio de unos tres años de edad. Se parecía a Sabú, el protagonista de El Ladrón de Bagdad, y llevaba un
turbante ajado de color rojo que le enmarcaba una cara con unos ojos enormes.
Me tendió sus dos manitas pequeñas y me pidió algo de dinero. Como aquella no
era una zona de turistas ni de pedigüeños me quedé algo sorprendido y yo con
gestos quise hacerle una broma dándole a entender que yo también tenía hambre y
que no tenía nada metiéndome las manos en los bolsillos. Su reacción fue más
sorprendente todavía ya que me clavó su inocente mirada y con una enorme
compasión hacia mí se sacó de su ropa una carterita de trapo y me dio una
pequeña moneda. Yo me quedé desconcertado y no sabía reaccionar hasta que le
expresé que le estaba gastando una broma y finalmente le di un billete de
veinte dólares al que no dio demasiada importancia, pues no conocería su valor.
Hay que pintar
Arrastré el caballete durante todo el viaje
por si hacía algún apunte y aquella tarde me decidí a colocarlo en algún sitio
para pintar algo de todo aquello. Nada más comenzar a dibujar, una nube de indios
me rodeó y me tapó la visión. Llenos de curiosidad se agolpaban detrás y
delante de mí para ver lo que estaba haciendo, así que me puse a charlar y a
dibujarlos. Pasé una tarde estupenda haciendo retratos, unos con sus barbas y
largas melenas, otros con sus turbantes y sus ropas blancas. Como ya conseguí
que entendieran lo que hacía abrieron un hueco donde posaban con sus sacos o
sus herramientas de trabajo, pero seguí rodeado de gente por todas partes como
si yo fuera un vendedor de bálsamos o un encantador de serpientes. Pero la cosa
al cabo de un buen rato se puso desagradable porque empezó a oler mal entre la
gente, aunque todo el mundo iba muy limpio, hasta que me di cuenta de que uno
de mis espectadores tapaba con su ropa una pierna deshecha que estaba
engangrenada y echaba una peste horrible. Aquel señor se marchó y pude seguir
pintando a aquellas gentes que a veces se colocaban detrás de mi modelo para
aparecer en el plano como si yo fuera un cámara de televisión. Aquello lo
repetí varias veces pero también hice muchas fotografías de todos esos
personajes que después llevé a mis cuadros tras mi vuelta a Madrid.
Un amigo francés en
Nueva Delhi
El viejo Delhi estaba lleno de una muchedumbre
de personajes y entre los carros llenos de naranjas, los elefantes y los
búfalos aparecían mujeres guapísimas, de ojos intensos, vestidas con unos saris
llenos de color. Sentado en una terraza tomándome un zumo hice muchos dibujos
con más discreción que con mi caballete en medio de la calle.
Entre tanta gente, en muchos momentos de mi
viaje, me sentía un poco solo ya que no podía hablar con nadie. Hay que decir
que en aquella época no se veían turistas más que en algún monumento importante
de la ciudad y nada de grandes masas de extranjeros en autobuses como en la
actualidad en cualquier parte del mundo. Como lo que me interesaba era la gente,
los circuitos turísticos no los frecuentaba, así que no veía a ningún
occidental.
De
repente entre la multitud apareció un individuo vestido a la europea
entre tanto turbante y tanto sari y nos quedamos mirándonos con asombro. Nos
acercamos el uno al otro como unos náufragos que se agarran a un tronco
flotando y nos presentamos. Como era francés nos pusimos a hablar contándonos las
experiencias.
El francés era escritor y llevaba un año
recorriendo la India y escribiendo sobre ella. Con él pasé varios días y como
conocía muchos garitos inhóspitos nos recorrimos la ciudad y acabamos cantando La Marsellesa
y el Y viva España, que estaba muy de
moda en aquella época.
El caldero
Después de conocer este país ya no se puede
hablar de él sólo pensando en el hambre de sus gentes o en la miseria que hay.
Es un país lleno de grandezas en el que los resultados empresariales y los
dividendos de las cuentas corrientes no son lo prioritario como en nuestra
sociedad. Ahora habrá cambiado mucho, pero sus parámetros de vida eran diferentes
a los nuestros.
Me despedí de la India cenando en uno de esos
mini-restaurantes que hay por todas partes con pequeñas mesitas en medio de la
calle. La comida, muy sencilla, es cocinada en unos grandes calderos
brillantes. Yo me sentaba entre ellos a
comer diferentes arroces y pollo de color rojo lleno de especias riquísimas,
como si los hubiera preparado un Arguiñano
con turbante. Como me quedé un buen rato haciendo dibujos en la mesa disimulado
por los grandes calderos de comida, se me hizo de noche absorto según se iban
iluminando las calles. El aire asfixiante de la ciudad tenía un aspecto
fantasmal y de la oscuridad aparecieron unos individuos desarrapados que se
iban colocando en fila detrás de los calderos de comida. Una hora después el
cocinero fue vaciando el sobrante en los cuencos que aquellos indigentes
llevaban en sus manos y que desaparecían entre las tinieblas de la noche.
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