Las Américas
Todos los artistas, seamos pintores, cantantes
o músicos, sentimos la tentación de aventurarnos al asalto de las américas. Yo tenía muchos contactos en
Estados Unidos, algunos de ellos clientes que me habían comprado cuadros en el hotel
Hilton, y otros, expertos del mundo del arte a los que les interesaba mi
pintura. Uno de ellos se llamaba Chasser, un judío americano que conocí en
París, donde me compró varios lienzos que arrasaron en Nueva York. Se trataba
de aquellos cuadros de clochards en
tonos rojos que pintaba en la Place du
Tertre y algún que otro paisaje de Montmartre. Un buen día en Madrid recibí
su visita, para conocer más en profundidad mi pintura y para proponerme
realizar una exposición en la Gran
Manzana. Las perspectivas eran tan buenas que sin pensármelo dos veces
acepté la oferta y a los pocos días me encontraba en Times Square, con un paquete de cuadros preparados y con la ilusión
de comerme el mundo. De nuevo volví a despedirme de Carmen, emocionada y feliz,
en el aeropuerto de Barajas, mirándome como si yo fuese un héroe que se iba a
la guerra.
En el aeropuerto de Nueva York me recibieron
Chasser, su mujer y su hijo, y me llevaron a su casa, un maravilloso piso 18
por encima del río Hudson, desde el que se divisaba el puente de Brooklyn. Me
habían preparado una habitación estudio con las mejores vistas y no sabían qué
más hacer para agradarme. Como se dedicaban a la decoración y estaban muy bien
relacionados, organizaron muchas fiestas y cócteles en los que conocí a gente
bastante importante del mundillo neoyorquino.
Mientras se organizaban los preparativos para
la exposición aproveché para visitar a algunos clientes y amigos que vivían
allí. Uno de ellos era Vicente Bayarri, médico pediatra español que vino a
buscarme con su mujer para que fuera a su casa de Long Island, una espectacular
mansión con puerto para su barco particular. Me sorprendió la amabilidad de
todos sus amigos y especialmente de mis clientes que casi ni me conocían, y así
me di cuenta que un cliente es una persona que está disfrutando cada vez que
mira tu cuadro en su casa, y que si admira tu pintura también tiene interés en
conocerte y en que formes parte de su familia. Bayarri estaba casado con una
italiana encantadora que tenía una peluquería en el barrio de Little Italy, y varios hermanos similares
a los que aparecen en la película El
Padrino.
En las fiestas de los Chasser yo seguía
conociendo gente que a su vez me
invitaban a otro party. Todos eran
muy amables en sus magníficas mansiones con jardín de las afueras de Nueva York
y con su música ambiental, en la que siempre se repetían Extraños en la noche y otras canciones de Sinatra.
Era el mes de septiembre y hacía muchísimo calor.
Después de unos días muy agitados al fin se inauguró mi exposición en la
galería Emile Walter de la calle 57, lo mejor de Manhattan en esos años. En la
inauguración hubo mucha gente que ya conocía de las semanas anteriores pero
ahora más elegantes si cabe. Lo que hubiera disfrutado Carmen en aquellas
fiestas, especialmente por la cantidad de clientes interesados en mi pintura.
Fue un rotundo éxito. Lo primero que se vendió fue mi pintura de París y
después mis paisajes españoles, que eran mucho más difíciles de encajar ya que
eran temas locales que a aquella gente les sonaban un poco a chino. Allí me
presentaron al cónsul de España en Nueva York y a su esposa, y, entre otros, a
Sergen Skriber un alto cargo del gobierno norteamericano, actual suegro de
Schwarzeneger.
La cena del puerto
No podía haber salido mejor mi aventura, que
me abrió las puertas de otras exposiciones en Norteamérica. Pero a mí me
seguían interesando las personas raras que iba conociendo. Uno de ellos fue un
individuo de unos sesenta años y voz ronca que se parecía a Carrillo, al que
llamaré Mister López por temor a las
represalias. Era de origen español, gallego para más señas, y le gustó tanto mi
pintura que nos invitó a cenar a todo el grupo en un restaurante al que iban habitualmente.
Así que quedamos una noche, hacia las nueve y media, en un lugar del puerto.
Imagino que ahora habrá cambiado pero entonces
aquel lugar era un poco siniestro, solitario, y lleno de misterio. Cerca se
veían algunos barcos muy grandes con luces y gente en las cubiertas, pero el
resto estaba solitario y a oscuras, solo iluminado de vez en cuando por los
focos de coches lujosos de los que salían señoras muy peripuestas y señores bien
trajeados, con su inevitable sombrero. Al final de tanta oscuridad estaba el
restaurante al que nos dirigíamos, un restaurante italiano, por cierto, con
unos individuos fornidos en la entrada con unos abrigos demasiado cerrados
teniendo en cuenta que no hacía nada de frío, que hicieron una mueca como de
cuadrarse cuando nos vieron entrar con Mister
López.
El restaurante, digno de una película de cine
negro, tenía las mesas con tapetes rojos y estaba muy concurrido, con grupos de
gente con sombrero y cicatriz, pero todo aquello era real, esta vez no eran
imaginaciones ni fantasías mías. Lo pasé en grande ya que toda la cena fue muy animada.
Me contaron que Mister López
controlaba el negocio millonario de las apuestas de las carreras de galgos de
todo Nueva York y que, en cierta ocasión cuando todavía no era tan rico, alguien
se había caído desde un piso 28 de un edificio de Manhattan en su presencia,
pero eso solo eran rumores. Volví a verle varias veces más, en las carreras o
en el bar El Quijote de la calle 35,
en el que acabábamos casi todas las noches. Pero lo más curioso es que, años
después, en otra visita que hice a Nueva York,
le volví a ver en aquel bar y cuando fui a saludarle me dijo: “tu eres
el pintor” y me dio un abrazo.
Rosalind y Evetts
Halley
Uno de mis grandes amigos en Estados Unidos
fue Ewetts Halley, un escritor tejano, historiador e investigador de los
orígenes del oeste americano, admirador de los conquistadores españoles que
surcaron esas inhóspitas tierras casi sin medios materiales desde Florida a California. Venía
a España para investigar sobre la conquista de América en la Biblioteca
Nacional o en algunas entidades universitarias. Yo le acompañaba cuando buscaba
información en las librerías de viejo de Madrid. Los recorridos por nuestra
capital o por Toledo le encantaban, así como las visitas a la plaza de toros de
las Ventas.
Era un enamorado de España e hicimos varios
viajes juntos. Le llevé a Zarautz y recorrimos toda la costa del País Vasco, la
llanura castellana y la sierra de Gredos. Me contaba que su interés por la
conquista de los españoles surgió de joven al querer descifrar los topónimos de
las localidades de su región de Texas. Una vez conocidos los orígenes ya no
pudo dejar de investigar sobre las aventuras de aquellos personajes intrépidos
que había idealizado en su juventud. Como novelista y biógrafo había escrito,
entre otros, un libro sobre el presidente Johnson que resultó ser un bestseller.
Su mujer Rosalind Kress era culta, rubia,
delgada y millonaria. Pertenecía a una de las familias más ricas de los Estados
Unidos cuya fortuna comenzó con unos comercios muy famosos en los que todo se
vendía a un dólar. Gran coleccionista de arte, su familia poseía una colección
de pintura extraordinaria, con cuadros de Fragonard, Rubens, El Greco, Tiépolo,
etcétera, que cedió al Museo Nacional de Washington. Para mí era un honor que
le fascinara mi pintura.
En uno de sus viajes a España, Ewetts me
propuso realizar una exposición en Amarillo, Texas. No me lo pensé dos veces,
no se si por la exposición o por conocer in
situ los paisajes de las películas de Gary Cooper y de John Ford. En menos
de un mes ya estábamos en Texas, ya que esta vez me acompañó Carmen, que tenía
más ilusión que yo por conocer aquellas tierras.
Texas
El recibimiento fue extraordinario. Mi amigo
Ewetts había hablado con la prensa local, en la que aparecían algunos artículos
sobre mi pintura, presentándome como uno de los grandes pintores europeos del
momento. En el aeropuerto nos dieron la bienvenida los Halley y otras familias
amigas suyas. Yo imaginaba que aquello iba a ser como la película Gigante, y que el coche en el que
habíamos cargado los cuadros y nuestro equipaje, iba a recorrer grandes
extensiones de desierto hasta llegar a la casa del rancho de Ewetts. Efectivamente
llegamos a un moderno rancho pero sobre una magnífica carretera. Allí nos
tenían preparada una espléndida cena estilo tejano, con baile y con muchos
invitados. A algunos los conocíamos, o mejor dicho los conocía Carmen ya que
habían estado en España y tenían algún cuadro comprado en la galería del Hotel
Hilton. La exposición en el museo de Amarillo despertó mucha curiosidad y
expectación. Carmen, fascinada, disfrutaba de nuestro éxito entre aquella gente,
que no dejaba de invitarnos a sus casas-rancho para comer o para alguna velada
con cóctel y cena en el jardín.
Ewetts era un personaje muy popular en Texas.
Su físico era el de un auténtico cowboy,
siendo propietario de tres ranchos y miles de vacas Hereford. En uno de ellos, en Oklahoma, a orillas del río Arkansas,
pinté varios paisajes en unos lugares bellísimos, llenos de animales salvajes,
tejones, ardillas y coyotes. Incluso en el río había una clase de mejillones gigantes
que estaban por todas partes.
Halley y su familia se lo pasaban muy bien con
nosotros, escuchando mis aventuras, reales e inventadas, hasta que un día, muy
solemnemente me llevó a un aparte y me ofreció la posibilidad de ser ciudadano
americano. Me sorprendió mucho la propuesta por saber cómo me valoraban mis amigos, sintiéndome
muy orgulloso y agradecido. Aunque yo era muy feliz con ellos, y me proponían
un futuro alentador, me daba cuenta que aquella situación era transitoria, ya
que mi vida estaba en Madrid. Yo no podía olvidar a los míos, y tenía que
continuar con mi vida en España. Recordaba mi estudio de Zarautz, mis amigos de
Elgoibar y de Madrid y sabía que iba a rechazar la oferta. Mis amigos americanos
entendieron perfectamente mis argumentos.
Volvimos a vernos muchas veces más. De hecho
yo realicé otros dos viajes a Estados Unidos para verles y ellos vinieron a
España con frecuencia por motivos de trabajo así que nuestra fructífera amistad
se ha mantenido a lo largo de toda nuestra vida.
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