Volando hacia el
Nepal
El pequeño cuatrimotor que nos llevaba a Katmandú
no me daba muy buena espina, se tambaleaba constantemente y de vez en cuando un
señor con mono azul se paseaba por el pasillo con una sonrisita que intentaba
ser tranquilizadora. Por la ventana se veía un espectáculo increíble. Por un
lado la India y las montañas de Himalaya culminadas por el Everest, por el otro
China, y por en medio los valles del Nepal. Un espectáculo único que no podré
olvidar mientras viva, pero la atención se centraba en el interior del avión ya
que, en un momento dado, sucedió algo inesperado: una de las hélices se quedó
parada con el consiguiente pánico general. Pero allí apareció el tipo del mono,
que tranquilizó enseguida al personal asumiendo toda la responsabilidad. Levantó
la esterilla del suelo y una trampilla y se metió en las tripas del avión,
cogió una enorme manivela, se encendió un cigarrillo que se poso en las
comisuras de los labios y empezó a apalancar con fuerza. Después de unos
minutos de tensión y de esfuerzo aquella hélice empezó a moverse, y aquel
individuo dejo la manivela y cerró la trampilla, y con una sonrisa abandonó el
pasillo tranquilamente. Pero volvió a aparecer cuando íbamos a aterrizar ya que
en esos momentos no funcionaban los alerones que tuvo que accionar manualmente
con otra manivela abriendo la misma trampilla y con otro cigarro en la boca.
Después me enteré que muchos aparatos se pierden entre esas montañas sin que la
noticia salga en los medios de comunicación.
Katmandú
En aquellos años Katmandú estaba de moda, se
hablaba y escribía mucho sobre esa ciudad adorada por los hippies. Me encontraba totalmente solo, nadie hablaba francés o
español, hasta que encontré un hotel y me centré un poco. Allí comí un guiso
muy especiado que luego supe alucinógeno. Me dispuse a dormir un rato, y
comencé a tener extraños sueños viendo cómo las casas de la calle de Santa
Clara se desmoronaban desde un alto de manera espantosa. Pero de repente me
encontré sobrevolando los tejados de Katmandú, topándome de bruces con un amigo
de la infancia, Roquetxu, que decía
haber venido para hacerme compañía.
Katmandú era una ciudad campesina y rural, con
estatuas del rey de Nepal por todas partes y con su nombre impronunciable
escrito en todas las esquinas. Mientras recorría las calles me llamó la
atención un grupo de gente con un elefante, muchos monos y otros animales, que
anunciaban una función de circo. Aunque uno de los monos me mordió al pasar a mi
lado yo les seguí para ver lo que pasaba. Sus medios eran muy precarios, los
altavoces eran cucuruchos de cartón que me recordaban los de mis juegos
infantiles, y la trouppe se dirigía
hacia un lugar donde yo pensaba que estaría la lona de un circo. No había nada
de eso sino unas tablas que separaban un recinto en el que el pequeño escenario
no se diferenciaba del espacio para los espectadores, que se ponían alrededor
de los que actuaban y santas pascuas. El de la taquilla estaba metido en una
caja con un agujero como ventanilla. Dentro había bastante público, unas cien
personas entre nepalíes, tibetanos, indios y chinos, y un elgoibartarra al que miraban con desconfianza.
Los actores hicieron malabares, saltos,
ejercicios con el elefante, bromas y piruetas groseras con los monos. No había
ni luces ni música, solo los sonidos de unos instrumentos orientales que hacían
sonar una melodía desacompasada y monótona con mucho tintineo y platillos.
Parecía un espectáculo de la edad media que continuó con un número de magia que
realizó el de la taquilla, vestido de americano con un alto y raído sombrero de
copa.
Pero todavía quedaba el final: de un lateral
salieron todos los componentes del grupo, seis personas de una misma familia
vestidos con un atuendo a la española. El de la taquilla iba vestido con una
chaquetita y una malla que parecía un traje torero con el que marcaba la
entrepierna, y un gorro tibetano tipo Luis
Candelas, y las mujeres con mucho colorido iban con peinetas, saris, brazaletes y otros abalorios de tal manera
que parecían gitanas o zíngaras, y se dispusieron a bailar. La danza duró
aproximadamente 45 minutos, aquello no se acababa nunca pero los espectadores
resistían con seriedad pasmosa la actuación.
Terminado el espectáculo me acerqué a
saludarles y me dieron la mano afectuosamente sin entender mi interés por su
arte. No tenían ni idea de que existiera España. Ni siquiera al dar yo un
zapateado al estilo de Antonio, El
Bailarín, entendieron mi procedencia. Acabé con ellos tomando de nuevo una cena
especial ya que aquella noche volví a tener extrañas pesadillas.
De vuelta en Bombay y como despedida me metí
en un cine para ver una interminable película india de 4 horas que narraba un
viaje hacia Goa en autobús. Allí pasaba de todo, pero lo más curioso era que
los bandidos y secuestradores eran portugueses, quizás como herencia del
colonialismo de aquella ciudad. Eso sí todo acababa con un final feliz.
Después de más de dos meses recorriendo la
India y Nepal regresé a España pasando por Estambul que siendo una ciudad
maravillosa me pareció poco exótica después de todo lo que había conocido. Tres
días estuve en Estambul visitando bellísimos monumentos, pero me llenaba de
melancolía mirar hacia Asia al otro lado del Bósforo, recordando todo lo que
dejaba atrás, las caricaturas y dibujos que hice en las calles de Bombay, los
moribundos de Benarés, el niño mendigo, los titiriteros de Katmandú, los
indigentes entre las tinieblas, etcétera. La India me atrapó e influyó mucho,
tanto a nivel personal como a nivel artístico, así que desde la parte europea
de Turquía decidí que alguna vez volvería para recorrer todo el país de norte a
sur y de este a oeste.
Y después de todo
esto…
Narrar mis historias y vivencias me ha
resultado fácil ya que todo ha consistido en recordar y escribir. Es verdad que
en mi vida, después de todo esto, han sucedido muchas cosas, pero en algún
punto hay que cerrar estas aventuras. Es el momento, pues, de los
reconocimientos, así que primeramente dedico este libro a Carmen, por
aguantarme en una vida muy difícil y ayudarme a conseguir todo lo que tengo y
todo lo que soy, a Elgoibar, mi pueblo, a Zarautz, donde pinto feliz
contemplando el mar desde mi caballete, al París de los años 60, a Montmartre y
Pigalle, y a El aquí te espero de las
Cortes de Bilbao y sus señoras, a Las cuevas
de Sésamo de Madrid, y un largo etcétera.
Sigo siendo muy activo, y toda mi creatividad
la he volcado en pintar con más ilusión que nunca durante todos los años
siguientes a estas vivencias, a las que siguen otras que quizás narre de nuevo,
junto con nuevos cuadros que actualmente estoy pintando. O sea que amenazo “con
otro libro”.
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