Biografía 13ª parte: Nepal.

Volando hacia el Nepal

El pequeño cuatrimotor que nos llevaba a Katmandú no me daba muy buena espina, se tambaleaba constantemente y de vez en cuando un señor con mono azul se paseaba por el pasillo con una sonrisita que intentaba ser tranquilizadora. Por la ventana se veía un espectáculo increíble. Por un lado la India y las montañas de Himalaya culminadas por el Everest, por el otro China, y por en medio los valles del Nepal. Un espectáculo único que no podré olvidar mientras viva, pero la atención se centraba en el interior del avión ya que, en un momento dado, sucedió algo inesperado: una de las hélices se quedó parada con el consiguiente pánico general. Pero allí apareció el tipo del mono, que tranquilizó enseguida al personal asumiendo toda la responsabilidad. Levantó la esterilla del suelo y una trampilla y se metió en las tripas del avión, cogió una enorme manivela, se encendió un cigarrillo que se poso en las comisuras de los labios y empezó a apalancar con fuerza. Después de unos minutos de tensión y de esfuerzo aquella hélice empezó a moverse, y aquel individuo dejo la manivela y cerró la trampilla, y con una sonrisa abandonó el pasillo tranquilamente. Pero volvió a aparecer cuando íbamos a aterrizar ya que en esos momentos no funcionaban los alerones que tuvo que accionar manualmente con otra manivela abriendo la misma trampilla y con otro cigarro en la boca. Después me enteré que muchos aparatos se pierden entre esas montañas sin que la noticia salga en los medios de comunicación. 

Katmandú

En aquellos años Katmandú estaba de moda, se hablaba y escribía mucho sobre esa ciudad adorada por los hippies. Me encontraba totalmente solo, nadie hablaba francés o español, hasta que encontré un hotel y me centré un poco. Allí comí un guiso muy especiado que luego supe alucinógeno. Me dispuse a dormir un rato, y comencé a tener extraños sueños viendo cómo las casas de la calle de Santa Clara se desmoronaban desde un alto de manera espantosa. Pero de repente me encontré sobrevolando los tejados de Katmandú, topándome de bruces con un amigo de la infancia, Roquetxu, que decía haber venido para hacerme compañía.

Katmandú era una ciudad campesina y rural, con estatuas del rey de Nepal por todas partes y con su nombre impronunciable escrito en todas las esquinas. Mientras recorría las calles me llamó la atención un grupo de gente con un elefante, muchos monos y otros animales, que anunciaban una función de circo. Aunque uno de los monos me mordió al pasar a mi lado yo les seguí para ver lo que pasaba. Sus medios eran muy precarios, los altavoces eran cucuruchos de cartón que me recordaban los de mis juegos infantiles, y la trouppe se dirigía hacia un lugar donde yo pensaba que estaría la lona de un circo. No había nada de eso sino unas tablas que separaban un recinto en el que el pequeño escenario no se diferenciaba del espacio para los espectadores, que se ponían alrededor de los que actuaban y santas pascuas. El de la taquilla estaba metido en una caja con un agujero como ventanilla. Dentro había bastante público, unas cien personas entre nepalíes, tibetanos, indios y chinos, y un elgoibartarra al que miraban con desconfianza.

Los actores hicieron malabares, saltos, ejercicios con el elefante, bromas y piruetas groseras con los monos. No había ni luces ni música, solo los sonidos de unos instrumentos orientales que hacían sonar una melodía desacompasada y monótona con mucho tintineo y platillos. Parecía un espectáculo de la edad media que continuó con un número de magia que realizó el de la taquilla, vestido de americano con un alto y raído sombrero de copa.

Pero todavía quedaba el final: de un lateral salieron todos los componentes del grupo, seis personas de una misma familia vestidos con un atuendo a la española. El de la taquilla iba vestido con una chaquetita y una malla que parecía un traje torero con el que marcaba la entrepierna, y un gorro tibetano tipo Luis Candelas, y las mujeres con mucho colorido iban con peinetas, saris,  brazaletes y otros abalorios de tal manera que parecían gitanas o zíngaras, y se dispusieron a bailar. La danza duró aproximadamente 45 minutos, aquello no se acababa nunca pero los espectadores resistían con seriedad pasmosa la actuación.

Terminado el espectáculo me acerqué a saludarles y me dieron la mano afectuosamente sin entender mi interés por su arte. No tenían ni idea de que existiera España. Ni siquiera al dar yo un zapateado al estilo de Antonio, El Bailarín, entendieron mi procedencia. Acabé con ellos tomando de nuevo una cena especial ya que aquella noche volví a tener extrañas pesadillas.

De vuelta en Bombay y como despedida me metí en un cine para ver una interminable película india de 4 horas que narraba un viaje hacia Goa en autobús. Allí pasaba de todo, pero lo más curioso era que los bandidos y secuestradores eran portugueses, quizás como herencia del colonialismo de aquella ciudad. Eso sí todo acababa con un final feliz.

Después de más de dos meses recorriendo la India y Nepal regresé a España pasando por Estambul que siendo una ciudad maravillosa me pareció poco exótica después de todo lo que había conocido. Tres días estuve en Estambul visitando bellísimos monumentos, pero me llenaba de melancolía mirar hacia Asia al otro lado del Bósforo, recordando todo lo que dejaba atrás, las caricaturas y dibujos que hice en las calles de Bombay, los moribundos de Benarés, el niño mendigo, los titiriteros de Katmandú, los indigentes entre las tinieblas, etcétera. La India me atrapó e influyó mucho, tanto a nivel personal como a nivel artístico, así que desde la parte europea de Turquía decidí que alguna vez volvería para recorrer todo el país de norte a sur y de este a oeste.

Y después de todo esto…

Narrar mis historias y vivencias me ha resultado fácil ya que todo ha consistido en recordar y escribir. Es verdad que en mi vida, después de todo esto, han sucedido muchas cosas, pero en algún punto hay que cerrar estas aventuras. Es el momento, pues, de los reconocimientos, así que primeramente dedico este libro a Carmen, por aguantarme en una vida muy difícil y ayudarme a conseguir todo lo que tengo y todo lo que soy, a Elgoibar, mi pueblo, a Zarautz, donde pinto feliz contemplando el mar desde mi caballete, al París de los años 60, a Montmartre y Pigalle, y a El aquí te espero de las Cortes de Bilbao y sus señoras, a Las cuevas de Sésamo de Madrid, y un largo etcétera.

Sigo siendo muy activo, y toda mi creatividad la he volcado en pintar con más ilusión que nunca durante todos los años siguientes a estas vivencias, a las que siguen otras que quizás narre de nuevo, junto con nuevos cuadros que actualmente estoy pintando. O sea que amenazo “con otro libro”.

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