Biografía 3ª parte: Juventud y Las Cortes de Bilbao.


Mis primeros trabajos

Había que colaborar económicamente en casa y todos los hermanos trabajábamos en diferentes talleres. A mis once años dejé de estudiar y me metí de pinche en uno de Eibar llamado ALCA, donde se fabricaban calibres. Mi trabajo era barrer y llevar el botijo. Los chavales me llamaban Buzo blanco por la ropa que llevaba, y con la que luego volvía a casa. Con alguno de ellos  me peleaba a la salida del trabajo, justo antes de coger el tren para Elgoibar, aunque al día siguiente se nos había pasado el enfado.

También trabajé en diversos talleres de Elgoibar, pero el que más me gustaba era la carpintería de Tomás Astigarraga, donde clavaba cajas de embalaje o hacía puertas y ventanas. Me lo pasaba muy bien con mis compañeros de trabajo, que escuchaban mis aventuras con interés y alegría mientras martilleaba a una velocidad de vértigo, además me permitían desaparecer algunos días mientras hacía dibujos y cuando volvía a trabajar me reincorporaba sin problemas a mis cajas y clavos.

Elgoibar comenzaba a progresar, y cada vez había más talleres que atraían a mucha gente venida de Galicia, Castilla y Extremadura. Con tanto progreso, hasta nuestras calles resultaban estrechas, con lo que nuestra querida barriada de Santa Clara tuvo que ser demolida para que pasara la carretera de circunvalación. Su desaparición supuso para mí un verdadero disgusto y parte de mi trabajo pictórico ha sido encontrar rincones como el barrio donde viví aquellos años.

Yo seguía estudiando pintura intensamente. Los dibujos se me daban bastante bien y Ramón Ecénarro, hijo de Don Bernardo, que me tenía en gran estima, me ofreció trabajar en la fábrica de máquinas de coser Sigma. En aquellos años este empleo era lo que más se podía ambicionar, suponía tener la vida resuelta. Sentí una enorme satisfacción por la invitación, pero yo presentía que mi vida iba a ir por otros derroteros, así que conseguí pasarles el trabajo a mis hermanos, que entraron en la fábrica. Yo me decanté por una vida distinta e inesperada, en la que la curiosidad por la aventura y el salto a lo desconocido era mucho más fuerte que la vida acomodada que me hubiera permitido un trabajo fijo.


El boxeo

Mediados los años cuarenta, me ilusionaban muchas cosas, una de ellas era el boxeo, mi deporte favorito desde que vi una película titulada Los reyes del ring. Tenía bastante agilidad y me sentía el campeón del mundo, así que me monté un pequeño gimnasio en el camarote de mi casa, con un saco colgando al que aporreaba febrilmente. Allí era muy feliz pegándome unas buenas palizas con los rudimentarios aparatos que yo mismo había elaborado.

En las fiestas de San Bartolomé, en el quiosco de la música, se organizaban combates entre la chiquillería, y me presenté voluntario contra un catalán que me sacaba una cabeza. El combate era a tres asaltos, la plaza estaba llena de gente y allí estaba yo frente a un tío enorme.  Suena la campana y salgo disparado, el catalán era grandote, pero sin agilidad, y en el primer asalto le noqueé con gran sorpresa por mi parte, asustado por lo que tardaba en recuperarse.

Durante unos días me convertí en un personaje que soñaba con ser campeón. Me entrenaba con Joseba Argáyate que era casi un profesional, y que me aconsejaba muy bien, pero la ilusión duró poco, puesto que, después de algún que otro combate, Juanito Irureta, profesional y diez kilos más pesado que yo, en una pelea me hizo comprender que aquel no era mi camino, así que dejé de fantasear con el triunfo.


El caricaturista

Un día apareció por el pueblo un personaje que me iba a interesar especialmente. Eran las fiestas, y por ello llegaban a Elgoibar todo tipo de gente curiosa: feriantes, carteristas, vendedores y comediantes. Por los altavoces se escuchaban las canciones de Conchita Piquer y la plaza pequeña, con la feria de ganado, se llenaba de cerdos, vacas y bueyes. Los caseros iban con blusas y albarcas y las caseras con pañuelito y delantal.

Entre esa amalgama de personajes descubrí a un grupo que contemplaba a alguien que hacía caricaturas con una habilidad asombrosa. Me quedé allí entusiasmado dejando a un lado las fiestas. Mi punto de atención era aquel artista que firmaba como Terry sus dibujos, y que parecía divertirse y ganar dinero con su trabajo, tres pesetas por cada caricatura. Para mí aquello era un capital, puesto que con diez dibujos ya ganaría 30 pesetas, mi sueldo de una semana. Hice mis cuentas, y pensé con satisfacción que ya no tendría que ser futbolista, ni tornero o ajustador.

Aquella noche casi no dormí de la ilusión, abrazado a mis lapiceros y a mis tubos de pintura, y al día siguiente comencé a dibujar a todo el que se ponía por delante, primero a mi madre y después a mis hermanos y vecinos. ¡Qué difícil es elegir tu camino y acertar!

A mis catorce o quince años tenía mi público fiel, mi familia, que siempre me apoyó y que se sentía muy orgullosa de mí. Pero mi fantasía desbordada me hacía soñar con muchas otras cosas después de ver películas o leer tebeos. Tan pronto yo era Tarzán, un campeón de boxeo o un gran explorador, pero nunca olvidaba a aquel caricaturista que había visto en aquellas fiestas y que se convirtió en una referencia importante en mi vida. Así que un buen día, sin consultar a nadie, decidí emprender la gran aventura.


Un mundo increíble: Las Cortes en Bilbao y El Aquí te Espero 

Una mañana, con un bloc de dibujo, unos lapiceros y una desbordante ilusión, comencé a caminar hacia Bilbao, ¡sesenta kilómetros! Durante el trayecto pensaba en lo que me habían contado del barrio de las Cortes y que allí podría encontrar un ambiente apropiado para dibujar. Al anochecer ya estaba en la calle San Francisco.

En las Cortes encontré un mundo que jamás pensé que existiría. En un espacio muy reducido había decenas de tascas, cabarets y bares de alterne, con señoras por todas partes, unas guapas, otras guapísimas y muchas feísimas, pero todas muy maquilladas. Los rótulos luminosos con nombres sugerentes lo llenaban todo. Aquí te espero, El gato negro o Las Vegas, eran algunos de ellos, y yo, como un cateto, me sentía anonadado.

El ambiente me recordaba las películas americanas y para un tímido introvertido como yo que no había salido de Elgoibar, aquellas luces de neón y los bares con orquestina una novedad extraordinaria. Muy joven, y sin ningún conocimiento de la vida, tenía que intentar introducirme en aquel mundo reuniendo el valor necesario para conocer los estímulos que la ciudad podía ofrecerme.

Las Cortes siempre tenían ambiente ya que Bilbao, como importante ciudad portuaria, tenía mucha actividad e intercambio internacional. El puerto me fascinó por su dinamismo. Los barcos se metían casi hasta San Antón, y llegaban todas las noches los marineros y muchos comerciantes desde todos los puntos del País Vasco.

Aunque no tenía ni una peseta presentaba un aspecto que inspiraba confianza en los demás, y el sexto sentido que siempre me ha acompañado tenía que dar sus frutos. Había que elegir un bar en el que dibujar y lo encontré, era El aquí te espero, que iba a ser escenario de mi debut como artista. Pequeño pero muy animado, tenía una orquesta en la parte de arriba, y mesas, mostrador y mucha gente en la planta baja. Había muchas señoras, todas fumando, con generosos pechos y mucho rimel en los ojos. Se escuchaba la música de entonces, Las Palmeras, Manolo de mis amores y otras canciones de moda. Para darme a conocer regalé, con mucho teatro, un dibujo al dueño, que no me salió mal. Asustado, actué con cara de tener mucha experiencia, notando que los que me rodeaban me observaban con interés. Había roto el hielo. Incluso me metí en el bote a aquella gente hablando un poco en francés para que no se notara que era de pueblo. Aquella noche pinté cinco dibujos a cinco pesetas cada uno, y después cené un bacalao delicioso en el restaurante La Ferroviaria.

Ya acostado no daba crédito a todo lo que había pasado, los sesenta kilómetros, el estudio de la situación, mi debut, etcétera. Había sido un día tan intenso que marcaría profundamente mi vida.

Durante el tiempo en el que frecuenté el barrio fui especialmente conocido por mis dibujos, que me permitían acceder a cualquier parte. Por la noche, cuando se encendían las luces de neón, la calle de las Cortes, parecía sacada de una película neorrealista. Por los callejones laterales abundaban las mujeres más mayores y los bares cada vez más cutres y descuidados. Los cabarets estaban decorados elegantemente con adornos de los años treinta y por lo general tenían una orquesta decadente cuyos componentes hacían las delicias de un público escaso de hombres con señoras emperifolladas. Entre éstas destacaba Carla, La Catalana, que era visitada semanalmente por un jefe de estación de la zona de Durango. Con mi estampa de artista era fácil deambular por todos esos antros sin dinero, aparentando estar de vuelta de todo.

El pequeño bar de El aquí te espero, estaba regentado por dos hermanos. Uno de ellos, Mariano, siempre permanecía en un mostrador animado controlando su negocio y mirando las mesas llenas de personal, esperando que en cualquier momento  se desatara una pelea. En la entreplanta, a media altura, se apiñaban una orquestina y un par de mesas reservadas para los clientes selectos, especialmente algún chulo del barrio con su nueva y espectacular conquista. Las mujeres, arregladas y de cierta edad, eran muy solicitadas. Allí me llamaban El Pintor y todos los días conseguía hacer algunos dibujos y conocer de cerca aquella forma de vida llena de prostitutas y carteristas que me llegaron a considerar un colega más. Por las noches, con el local lleno de gente, me contaban sus éxitos con las carteras y los chulos los suyos con las mujeres, mientras los músicos animaban todo aquel cotarro. Los clientes habituales eran los marineros de los barcos que procedían de los más diversos países y que llenaban los locales vestidos de blanco.

A pesar de mis pocos años no me dejé arrastrar por aquella forma de vida, me limitaba a divertirme y a hacer mis dibujos. De mi mente nunca se apartaba la idea de vivir de la pintura, así que no me dejé tentar por el dinero fácil, como lo hacían mis compañeros de local. Pensaba que vivir este tipo de experiencias era necesario para la formación de un artista, y además conocí gente muy buena entre la miseria de las calles cercanas. De vez en cuando en El aquí te espero se formaba una pelea o se tensaba un poco el ambiente, pero enseguida se tranquilizaba la situación y continuábamos jugando al tute en el entresuelo.

Entre los componentes de estas partidas destacaba La Maña, una morenaza imponente peinada siempre a lo garçon que con su pelo intentaba sin éxito ocultar una enorme cicatriz, recuerdo de un amigo del barrio chino de Barcelona. La Choli, y La Vasca, también tenían abundante clientela, sobretodo entre los caseros el día de mercado. El Bizco era el chulo de dos hermanas muy vistosas y generosas al andar por el movimiento de sus caderas. Una de ellas, La Rubia, le llevaba hecho un pincel con un traje a rayas a la medida y el pelo pegado a la cabeza.

De vez en cuando las chicas me gastaban alguna broma sin trascendencia, pero un día El Bizco se levantó de la mesa y con la mirada llena de rabia por los celos me dijo “tú eres un hijo de puta”. Como contra mi madre no se podía meter nadie me levanté rápidamente de la mesa y me acerqué hacia él con la idea de intercambiar algunos golpes para limpiar aquella ofensa; pero cual sería mi sorpresa y la del resto de contertulios cuando El Bizco saltó desde una ventana que daba directamente a la calle. Volví a verle años después en Pigalle. Se había puesto un ojo de cristal.

Cuando comencé a redactar estas notas biográficas se me ocurrió dar un nuevo paseo por este barrio bilbaíno, y me encontré con que la mayoría de los edificios de la calle de San Francisco y de Las Cortes habían sido demolidos, rehabilitados o modernizados. De aquella época solo quedaban dos o tres tugurios pasados de moda, y El aquí te espero se encontraba en un edificio cercano que estaban reformando. Me acerqué y, mirando por la rendija de unos tablones, reconocí los 70 metros cuadrados de aquel local lleno de ambiente en el que bullía la vida y se desataban las pasiones más bajas.

Recordé entonces que me sentía allí como un joven Toulouse-Lautrec en un Moulin Rouge de provincias. Mi sentido optimista y contradictorio de la vida hacía que no viera la parte oscura y triste de aquel ambiente, del que obtuve una experiencia muy interesante en contacto con esa gente llena de humanidad. Eran personas sensibles a los que la subsistencia había llevado a situaciones difíciles. Todos tenían una historia que contar, incluso aquellas chicas peinadas a lo Verónica Lake y con un bolsito colgado, que se relajaban cuando no había demasiada clientela con dinero fresco que gastar.

Con estas líneas rindo homenaje a esos personajes que formaban parte de un tipo de marginalidad muy característico de nuestra sociedad de posguerra, en la que todo era oculto y pecaminoso. Doy así las gracias a Mariano y a su hermano por permitirme dibujar en aquel antro que sirvió para dar mis primeros pasos como artista.

Ahora Bilbao es una ciudad muy moderna con su Museo Guggenheim, pero mi corazón siempre estará entre esas cuatro paredes de El aquí te espero, donde gané mi primer dinero con la pintura.

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