A la Costa Azul
En los años cincuenta se hablaba muchísimo del
ambiente y del lujo de la
Costa Azul. Allí estaban Onassis, Churchill, artistas del
cine americano, etcétera. Era primavera y yo tenía ganas de explorar otros
sitios para dibujar, así que decidí ir a la conquista de la Costa Azul en tren.
Tenía el presentimiento de que en esta empresa me iba a forrar.
Llegué a Niza por la mañana temprano con los
ojos hinchados de dormir mal en el vagón de tercera clase pero ya estaba en la Costa Azul , ese lugar
de encuentro de famosos, así que había que despertarse. Yo, con mi escaso
equipaje, y también escaso presupuesto, tenía ganas de comerme el mundo y de
tratar con Brigitte Bardot o Raniero. Me instalé en un hotel muy modesto y salí
como una flecha al Promenade des Anglais.
El lujo y la limpieza del paseo, las terrazas
impecables y la gente tan elegante, me produjeron una impresión tan
positiva que me entusiasmé pensando que esto iba a ser un chollo. Me atusé bien
el pelo, me coloqué bien el cuello de la camisa y me quité el polvo de mis
zapatos para lanzarme al ataque con mi carpeta y mis lapiceros.
Con la mejor de mis sonrisas me dirigí a la
primera mesa que estaba ocupada por tres señoras cargadas de joyas y un señor
muy elegante. Voulez vous un portrait?, les dije y una de las señoras con una sonrisa
me respondió que no señor, soy demasiado mayor para eso. Aquella respuesta me descolocó
un poco y me dio mala espina, pero lo intenté con otras personas y el resultado
fue el mismo. Ya iba pasando la mañana y ni las de las joyas ni los del
monóculo se querían retratar y yo cada vez más inquieto. Mis ilusiones y mi
autoestima se estaban yendo al cuerno, así que me dirigí al viejo Niza que
estaba lleno de restaurantes y chiringuitos de todas clases. Todavía no había
ganado ningún dinero y mi estómago estaba vacío desde el día anterior, cuando vi
en el escaparate de un restaurante a un americano gordo que se estaba zampando
un bistec enorme con espaguetis.
Esta escena me hizo volver al Promenade des Anglais para atacar de
nuevo al personal, y observé que esos tipos tan elegantes con sus joyas y sus
vestidos de marca, se hacían acompañar por unos perritos maravillosos llenos de
lazos. Entonces cambié de estrategia y me puse a dibujar al primer perro con
muchísimo interés, echándole mucho teatro. A la dueña del chucho yo no le hacía
ni caso poniendo todo mi interés en aquel animalito al que llenaba de piropos y
bendiciones. La buena señora, cada vez más interesada, miraba con admiración
cómo su perrito iba tomando forma en mi papel y por fin se dirigió a mí
diciendo: ¡qué bien dibuja usted! Yo le contesté que su perro era precioso y
que yo era especialista en dibujarlos, así que su interés por mi trabajo iba en
aumento. Al final llegamos a un acuerdo y me compró el dibujo. Con el mismo
sistema hice cuatro más y con el bolsillo más caliente me dirigí al restaurante
del americano gordo y me puse en la misma mesa para comerme un filete similar y
un buen plato de espaguetis.
Aunque Montmartre siempre estuviera en mi
corazón, yo me planteaba que esa forma de vida en la calle, con el caballete a
cuestas, no podía prologarse mucho tiempo. Con mis treinta años tenía que
consolidar mi estilo de pintura, así que decidí dejar de ir habitualmente a
París, para instalarme definitivamente en Madrid.
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