Biografía 7ª parte: La Costa Azul.


A la Costa Azul

En los años cincuenta se hablaba muchísimo del ambiente y del lujo de la Costa Azul. Allí estaban Onassis, Churchill, artistas del cine americano, etcétera. Era primavera y yo tenía ganas de explorar otros sitios para dibujar, así que decidí ir a la conquista de la Costa Azul en tren. Tenía el presentimiento de que en esta empresa me iba a forrar.

Llegué a Niza por la mañana temprano con los ojos hinchados de dormir mal en el vagón de tercera clase pero ya estaba en la Costa Azul, ese lugar de encuentro de famosos, así que había que despertarse. Yo, con mi escaso equipaje, y también escaso presupuesto, tenía ganas de comerme el mundo y de tratar con Brigitte Bardot o Raniero. Me instalé en un hotel muy modesto y salí como una flecha al Promenade des Anglais. El lujo y la limpieza del paseo, las terrazas  impecables y la gente tan elegante, me produjeron una impresión tan positiva que me entusiasmé pensando que esto iba a ser un chollo. Me atusé bien el pelo, me coloqué bien el cuello de la camisa y me quité el polvo de mis zapatos para lanzarme al ataque con mi carpeta y mis lapiceros.

Con la mejor de mis sonrisas me dirigí a la primera mesa que estaba ocupada por tres señoras cargadas de joyas y un señor muy elegante. Voulez vous un portrait?,  les dije y una de las señoras con una sonrisa me respondió que no señor, soy demasiado mayor para eso. Aquella respuesta me descolocó un poco y me dio mala espina, pero lo intenté con otras personas y el resultado fue el mismo. Ya iba pasando la mañana y ni las de las joyas ni los del monóculo se querían retratar y yo cada vez más inquieto. Mis ilusiones y mi autoestima se estaban yendo al cuerno, así que me dirigí al viejo Niza que estaba lleno de restaurantes y chiringuitos de todas clases. Todavía no había ganado ningún dinero y mi estómago estaba vacío desde el día anterior, cuando vi en el escaparate de un restaurante a un americano gordo que se estaba zampando un bistec enorme con espaguetis.

Esta escena me hizo volver al Promenade des Anglais para atacar de nuevo al personal, y observé que esos tipos tan elegantes con sus joyas y sus vestidos de marca, se hacían acompañar por unos perritos maravillosos llenos de lazos. Entonces cambié de estrategia y me puse a dibujar al primer perro con muchísimo interés, echándole mucho teatro. A la dueña del chucho yo no le hacía ni caso poniendo todo mi interés en aquel animalito al que llenaba de piropos y bendiciones. La buena señora, cada vez más interesada, miraba con admiración cómo su perrito iba tomando forma en mi papel y por fin se dirigió a mí diciendo: ¡qué bien dibuja usted! Yo le contesté que su perro era precioso y que yo era especialista en dibujarlos, así que su interés por mi trabajo iba en aumento. Al final llegamos a un acuerdo y me compró el dibujo. Con el mismo sistema hice cuatro más y con el bolsillo más caliente me dirigí al restaurante del americano gordo y me puse en la misma mesa para comerme un filete similar y un buen plato de espaguetis.

Aunque Montmartre siempre estuviera en mi corazón, yo me planteaba que esa forma de vida en la calle, con el caballete a cuestas, no podía prologarse mucho tiempo. Con mis treinta años tenía que consolidar mi estilo de pintura, así que decidí dejar de ir habitualmente a París, para instalarme definitivamente en Madrid.


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