París, Montmartre,
1957
En esos años todos soñábamos con un París que estaba de moda. El cine, la
música, el existencialismo, Juliette Greco, Un
americano en París y Édith Piaf. En esto pensaba yo mientras veía pasar los
árboles y los sembrados de Castilla en el tren, que, a la mañana siguiente, nos
dejó en la estación de Austerlitz.
En París hacía un tiempo otoñal, con una romántica
niebla y un frío que se metía por todas partes. Yo, confiando en mi buena
estrella, presentía que las cosas iban a salir bien. Lo primero era buscar un
hotel y rápidamente ir a hacer dibujos.
La cosa se complicó un poco porque en los
hoteles no permitían entrar con niños pequeños, y por aquel entonces ya había
nacido mi hijo José Mari, que lloraba con mucha potencia. Como yo tenía un
hermano que vivía a las afueras de París nos presentamos en su casa para estar
con él los primeros días. Entonces me di cuenta de que la vida en Francia no
era ninguna panacea. Aquello era un paraíso de belleza y de monumentos pero la
vida era tan dura como en cualquier parte. Por la calle veías coches y casas
lujosísimas, pero la mayor parte de la gente vivía en pisos muy pequeños o
tenían que recorrer grandes distancias para ir a su trabajo, como después se ha
generalizado en España.
Sin embargo para poder dibujar tenía que
buscar un hotel cerca de Montmartre, y como no nos aceptaban con niño a
cuestas, utilicé la estrategia de ir yo primero a concertar la habitación,
pagándola con antelación, y después de los trámites entraba el resto de la
familia con el consabido estupor del recepcionista. Cómodamente instalados en
el hotel ya estaba preparado para la parte más importante de mi viaje: dibujar
en Montmartre.
Yo todavía guardaba una cierta idea de París
como recuerdo de mi niñez, y ya como adulto, consideraba que Montmartre era el
lugar perfecto para hacer realidad todas mis ilusiones dentro del campo de la
pintura. Había oído maravillas de ese barrio, así que decidí subir rápidamente
por la rue Lepic, no sin cierto temor a lo que me iba a encontrar, dejando
abajo el barrio de Pigalle, los bulevares y todos los monumentos. El barrio
estaba lleno de rincones y calles llenas de encanto, con algún pintor pintando
un paisaje, así que comencé a emocionarme como si aquello fuera un maravilloso
sueño que no había hecho nada más que empezar. Acercándome a la Place du Tertre, que era el alma de
Montmartre, mi entusiasmo iba en aumento, hasta que al llegar me maravillé
tanto que pensé haber llegado al paraíso. Todos conocemos ya Montmartre y sigue
siendo precioso, pero en realidad ahora es un lugar demasiado turístico. En
aquel momento la plaza era como un gran decorado, en el que había diversos
grupos de pintores trabajando, riendo y cambiando impresiones, dentro de un
ambiente animado, pero no masificado, de bares y restaurantes.
Las terrazas eran una tentación para el
disfrute por la forma tan coqueta y el buen gusto con el que estaban decoradas,
y al mismo tiempo ese estilo bohemio, vanguardista y mágico. Por la noche todas
las mesas se iluminaban con velas y farolas, al fondo se divisaba el Sacré-Coeur, y, para colmo un
acordeonista callejero tocaba La vie en
rose. Nada de esto existía en España así que nunca he vuelto a sentir una
sensación parecida.
Al día siguiente ya tenía las ideas claras y,
armado de papel y lapiceros me introduje de lleno en aquel mundo que iba a ser
el mío y en el que iba a pintar, pintar y pintar como había deseado desde niño,
juntándome con personas que tendrían los mismos sueños que yo.
Después de haber dibujado putas y marineros en
las Cortes de Bilbao, el ambiente de Montmartre lleno de ricos turistas
americanos, ingleses y latinos, con los bolsillos llenos, me pareció muy
elegante, así que me disfracé de artista al estilo de Gene Kelly, con una visera y una camisa blanca, un lazo negro en el
cuello, pantalón un poco ajustado y unas botas muy brillantes. Con todo ello
parecía uno de esos pintores que se las saben todas, así que instalé mi
caballete y comencé a dibujar a una señora que cogí al azar.
Con bastante teatro por mi parte pero muy
nervioso e inseguro por dentro, hice mi primer dibujo en París. Disimuladamente
observé que tenía bastantes admiradores a los que les estaba gustando mi
actuación, y cuando terminé tenía varias personas esperando. Yo no podía
creerlo, cobraba cien pesetas por cada dibujo, y tardaba en hacerlo quince
minutos.
Lo mejor era que dibujando escuchaba una
maravillosa música de acordeón, y que por mi mente se iban disipando las dudas
y empezaba a creer que eso de vivir de la pintura podría ser posible, ya que
mis bolsillos se iban llenando de billetes.
-¡Cármen, prepárate que esta noche nos vamos a
un buen restaurante!
Cuando le conté el éxito de lo sucedido se
puso a dar saltos de alegría, cogimos a nuestro niño y nos fuimos a cenar a la Place du Tertre, a uno de esos restaurantes con música de
fondo. Como ya había hecho amistad con algunos pintores, les saludé y presenté
a mi esposa. Carmen me veía ya como un pintor famoso viendo cómo me saludaban
los colegas tan pronto y no podía contener las lágrimas de la emoción. Para
ella yo era el mejor pintor del mundo.
Disfrutando del éxito de mi experiencia en
Montmartre pasé varias semanas dibujando hasta que quise reencontrarme con mi
infancia visitando a Ginette, esa madre adoptiva a la que tanto quise y que fue
la responsable de que yo me sintiera siempre un poco francés. No había vuelto a
tener contacto con ella después de mi regreso a Elgoibar por sus cambios de
domicilio tras la guerra mundial, pero en París conseguí localizarla y fuimos a
verla cumpliendo una ilusión que arrastraba conmigo desde mi niñez.
Carmen puso muy guapo al niño y yo ya me había
comprado una corbata en el mercado de las Pulgas, así que, los tres compuestos,
limpios y muy ilusionados, nos dirigimos
a ver a Ginette. Ya no vivía en aquella mansión maravillosa sino en un
pisito más bien discreto en la zona de Belleville. Tanto ella como yo no éramos
los mismos. Habían pasado muchos años y muchas circunstancias nuevas. La guerra
había acabado con el bienestar de entonces. Ahora vivía con una sobrina y con
un señor de traje marrón que probablemente fuera su nueva pareja. Nos invitaron
a comer y yo les entregué el regalo que traíamos desde Madrid, una muñeca
española, hortera y kisch a más no poder, aunque en aquella época nos parecía
de un gusto exquisito. La pusimos encima de la mesa y nos dijeron que era
formidable.
Ginette nos contó que el final de la guerra
fue fatal para ella. De aquella casa se tuvo que desprender enseguida, y de su
marido George solo confirmó que había muerto en un campo de concentración. Tuvo
que vender todo para sobrevivir hasta que se compró el pisito en el que vivía.
Ginette no se encontraba muy cómoda hablándome
de aquellos tiempos tan felices. Me decía que George y ella sentían adoración
por mí, y que los grandes planes de futuro se frustraron cuando las SS se lo llevaron
y ya no supimos nada más de él. Yo, a lo largo de mi vida siempre me sentí
espiritualmente hijo suyo.
La sobremesa hizo que nuestra charla se fuera
animando y que la frialdad del primer momento se disipase. Así que terminamos
hablando por los codos. Carmen, con sus ojos verdes muy abiertos, no perdía
detalle intentando comprender toda nuestra conversación en francés. José Mari
ya nos había amenizado con varios berridos de los suyos así que había llegado
el momento de marcharnos. Ginette, con lágrimas en los ojos, nos despidió con
un fortísimo abrazo muy cariñosamente.
Aunque mantuvimos alguna comunicación por
carta, a Ginette no volví a verla ya que preferí recordarla en aquellos años
tan felices, con aquel marido que hubiese sido el padre que me hubiera gustado
tener y que siempre estará en mi corazón.
De nuevo Montmartre
Aquel primer viaje a París me hizo pensar que
definitivamente me podía dedicar a la pintura haciendo dibujos y también
pintando mis primeros cuadros, los clochards,
que fueron un éxito rotundo. Sin embargo había que organizarse porque no podía
estar tanto tiempo en Francia con la familia, así que decidí permanecer en
Montmartre varios meses y volver a España a descansar y a estar con la familia.
Me instalaba en un hotel de la calle Houdon, el hotel Malakoff, cuya clientela
estaba compuesta por cantantes, músicos y algún actor que otro. Allí me
encontraba a mis anchas aunque por las mañanas me despertaba un tío del piso de
abajo que se entrenaba haciendo gorgoritos a las diez de la mañana. Como yo me acostaba muy tarde los
gritos del personaje me sentaban a rayos hasta que un día me dijo que trabajaba
en un cabaret y que tenía que ensayar
todos los días. Nos hicimos muy buenos amigos y me animó a conocer el ambiente
de Pigalle.
La zona de Montmartre, Pigalle y el Moulin Rouge
era única, sugerente y misteriosa. Todo aquello era tal y como se ve en la
famosa película Irma la Dulce , con sus cabarets, prostitutas, strip-teases, y el ambiente canalla y
mafioso dominado especialmente por los corsos.
Aquellos años marcaron mi vida pictórica
profundamente. París me inspiraba, me llenaba de ideas y de proyectos que
muchas veces se desvanecían al llegar a España. Algo tenía París que me hacía
pintar como un loco, así que aprovechaba bien el tiempo pintando y dibujando
constantemente; además tenía mucho éxito y ganaba mucho dinero, con lo que ya
no podía pedir más. Incluso conocí e hice amistad con mucha gente de todo tipo
y condición, desde amigos pintores de todas las nacionalidades hasta grandes
personalidades que se paseaban de vez en cuando por allí, como Greta Garbo, que
ya en su madurez venía todas las semanas a vernos con unas enormes gafas
negras, o músicos como Nino Rota, al que le gustaba escuchar el acordeón del
garito que estaba cerca de donde yo pintaba. Aparecían también políticos y
personajes curiosos, algunos con turbante, o paisanos a los que identificaba por los saludos
típicos de mi tierra: “kaiso Luziano”, amigos de Elgoibar como los hermanos
Álvarez o el gran pintor y maestro Gaspar Montes Iturrioz con su hijo, que era
entonces un chaval y que ahora es un gran artista.
Podría contar infinidad de anécdotas sucedidas
en un lugar tan entrañable como Montmartre, pero para ello solo habría que ver
una película de Jean Renoir o de Alain Resnais que lo cuentan mejor que yo.
En poco tiempo me hice bastante popular entre
aquellos artistas, algunos de los cuales son actualmente firmas muy cotizadas,
otros no eran pintores pero sí aficionados y grandes conversadores, así que
entre los amigos y el ambiente, no me extraña que artistas como Toulouse-Lautrec
se engancharan de esa manera. Uno de mis mejores amigos era Antonio González,
un español al que llamábamos El del
saltito y que solía dibujar niños, entre ellos a mi hijo José Mari, que le
servía de modelo cuando yo viajaba con la familia. La convivencia con los
colegas comiendo bocadillos con vino Beaujolais,
o las pequeñas discusiones en los cafés con un poco de coñac cuando el frío
apretaba, eran muy parecidas a lo que contaba Aznavour en su canción La Bohème, que constantemente tocaba el
del acordeón entre los caballetes, junto con Arrivederci Roma.
Cada día era diferente, a veces un sol
radiante, otras mañanas la niebla que subía del Sena, muchas veces la lluvia,
pero siempre dibujando y pintando…
Oui je me souviens de cette période.
ResponderEliminarPapa était peintre, souvent placé du Tertre et moi avec lui. J'avais un peu plus de 14 ans Il y avait aussi Antonio Romo, Mr José Luis Bravo, Mr Raymond Moretti, et quelques autres.
Pas beaucoup de touristes et une ambiance amicale.
Ce temps là n'existe plus et c'est dommage.
Lamento contestar después de tanto tiempo. Me gustaría saber cómo se llama tu padre pintor. Mi padre, que tiene ahora 91 años, supongo que se acordará. Él se acuerda de los pintores que citas. Era muy amigo de ellos. Seguramente de tu padre también.
EliminarUn saludo muy atento